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13.1.13

The Master: Un lugar en el mundo


Existen dos tipos de historia. Una es la Historia con mayúsculas. El relato de grandes batallas, descubrimientos, reyes, guerras, hitos, de personajes únicos que cambiaron el curso de los acontecimientos. Es la Historia que se cuenta en los libros y manuales, la que los escolares aprenden de memoria en los colegios y la que los adultos esgrimen como argumento irrefutable de la existencia de un pasado glorioso que demasiadas veces se utiliza para justificar los desmanes del presente.

Pero hay otra clase de historia. Una historia mucho más complicada de rastrear, una historia con minúsculas que se escribe en los márgenes del paso del tiempo. Una historia que más que con la política tiene que ver con las personas, con su psicología, con la forma peculiar en la que se configura el inconsciente colectivo de una sociedad y que le hace ser lo que es. Una historia que no aparece en los libros pero sin la que sería imposible dibujar el perfil de una sociedad humana.

La gran Historia, la de los grandes momentos y personajes, ha sido reflejada en el cine en innumerables ocasiones y en todas las filmografías nacionales que podamos imaginar. La otra, sin embargo, es mucho más difícil de localizar, y sólo los grandes cineastas han sido capaces de reflejarla. Paul Thomas Anderson es, a mi entender, uno de esos grandes cineastas capaces de filmar la historia, de dibujar un retrato que es profundamente humano pero a la vez extrapolable como idea, como abstracción de algo mucho más complejo e inasible. De todos los cineastas actuales, nadie como Anderson ha sido capaz de reflejar la historia de EE.UU. Una historia que se filtra por las grietas de la Guerra de la Independencia, la abolición de la esclavitud, las guerras mundiales o la lucha contra el terrorismo global. Es, sin embargo, la historia de cómo se forja una personalidad colectiva, una manera de entender la economía, la política, la cultura, la ideología, la religión o las relaciones personales. Entender la vida, al fin y al cabo.

Si en Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007) se retrataban los primeros coletazos del sistema económico capitalista -ejemplificados en la tenacidad malsana y competitiva de ese monstruo admirable que era el Daniel Plainview interpretado magistralmente por Daniel Day-Lewis-, en The Master (ídem, 2012), Paul Thomas Anderson retoma el relato casi donde lo dejara en su anterior película, y termina de dibujar los trazos del boceto de la sociedad americana actual, que se configura tanto a partir de la competitividad salvaje en la economía en aras del libre mercado y de la capacidad de hacerse a sí mismo, como también a partir de la forma de enfrentarse a la realidad de una ciudadanía que vive desde hace un siglo en un trauma postbélico constante, y que continuamente tiene que cerrar las heridas abiertas que se produjeron en Pearl Harbor, Corea, Vietnam, Irak o Afganistán.

The Master es, digámoslo ya, un clásico del cine contemporáneo. Y lo es pocas semanas después de su estreno en cines, cuando todavía no es posible digerirla en toda su magnitud. Pero hay algo en la película que confirma esa condición de clásico, ya sea por la intemporalidad de los aspectos que trata o por el increíble acabado visual, expresionista, apabullante del que hace gala. La última película de Paul Thomas Anderson es un film poliédrico, inabarcable, de múltiples lecturas, profundamente humano y sobretodo capaz de diseccionar un estado de ánimo individual y colectivo. Es el retrato de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, de sobrevivir después del trauma, de exorcizar los fantasmas a través de la sublimación de las pulsiones. Pulsiones de violencia, de sexo, de delirios etílicos, de exceso al fin y al cabo. The Master es un film excesivo, que cabalga a lomos de Freddie Quell, un veterano de la Segunda Guerra Mundial incapaz de encajar en una sociedad en paz pero que ha seguido su camino olvidándose de aquellos que dieron su vida (física o psicologicamente) defendiendo a la patria en tierras lejanas. Joaquin Phoenix, en la mejor actuación de su carrera, da cuerpo (maltratado, prematuramente envejecido) a un personaje que es persona pero también idea, una idea de fragilidad amenazante que Phoenix construye arqueando la espalda, andando como una fiera herida y ante todo mostrando una mirada de aquél que está pidiendo ayuda a gritos pero que al mismo tiempo es capaz de explotar violentamente (otra vez los arranques de furia, una constante en el cine de Anderson) y destruir aquello que le rodea, incluyéndose a sí mismo.


En el otro lado del espectro -aunque más cerca de lo que parecería, por aquello de que los extremos se tocan- está Lancaster Dodd, otro ejemplo de estadounidense autodidacta y polifacético, capaz de embaucar a las masas con una promesa de autoconocimiento en tiempos de crisis. Philip Seymour Hoffman da vida a este trasunto de L. Ron Hubbard (fundador de la Cienciología) como un personaje carismático, seguro de sí mismo, pero que en el fondo encierra las mismas miserias que Freddie, las mismas pulsiones. Ambos personajes entablan una relación de dependencia malsana, una especie de juego paterno-filial (volvemos a las constantes andersonianas) del que ambos se benefician a corto plazo pero que acaba siendo insostenible. Y junto a ellos, completando el triángulo, la mujer de Dodd (Amy Adams), quien a la sombra de su marido es la más ferviente defensora de La Causa (mucho más que su esposo, casi siempre demasiado borracho o ensimismado) y que a la vez encarna los valores tradicionales y conservadores que todavía hoy se pueden rastrear en gran parte del colectivo femenino acomodado del país.

Las relaciones entre los personajes configuran el esqueleto de esta compleja obra, endiabladamente absorbente y que deja poso en el espectador. Ante un visionado de The Master, de sus primeros planos que transmiten dolor, de la música disonante de Jonny Greenwood que pone a prueba los nervios (tercera constante andersoniana), de una trama que habla de mucho más de lo que aparenta, uno tiene la sensación de estar ante una película diferente, única, un film que a buen seguro el tiempo colocará como uno de los imprescindibles de este comienzo de siglo, y que de paso confirma a Paul Thomas Anderson como el verdadero Maestro del cine contemporáneo, ahora sí, con mayúsculas.



28.8.12

Trailer final de 'The Master', el esperado regreso de Paul Thomas Anderson


Con apenas 42 años, el californiano Paul Thomas Anderson es uno de los directores cuyas películas se esperan con mayor impaciencia tanto desde el sector de la crítica especializada como también desde el público en general. Y eso que su filmografía apenas se compone de cinco títulos, el primero de ellos el desconocido Hard Eight, Sidney (1996), un thriller sobre un hombre arruinado que se ve obligado a introducirse en el mundo de los pequeños delitos para poder sobrevivir. Después llegaron films como  Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), Punch-Drunk Love (2002) y especialmente Pozos de ambición (2007), la película que elevó a Anderson a la liga del consumo mainstream y al reconocimiento de su trabajo en forma de premios importantes sin por ello perder su propia personalidad.

Curiosamente, para su sexto largometraje, Anderson retoma un argumento similar al de su film debut, al menos en lo que a la relación entre un joven bala perdida sin lugar en el mundo y un mentor que ejerce una gran influencia sobre él. Su nuevo trabajo se llama The Master (2012), y está llamado a ser uno de los principales candidatos a los próximos Oscar. Escrita por el propio Paul Thomas Anderson, la película narra el regreso de un soldado de la marina de EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial (Joaquin Phoenix), descolocado en su nueva vida e incapaz de encontrar un sentido a su existencia hasta que conoce a Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), carismático líder de un grupo pseudoreligioso (llamado La Causa), del que el personaje de Phoenix se convierte en mano derecha.

Existe cierta polémica con la película, especialmente de parte de quienes quieren ver en Lancaster Dodd un alter ego de L. Ron Hubbard, fundador en 1952 de la secta de la cienciología, a la que pertenecen algunos personajes muy famosos de Hollywood como John Travolta o Tom Cruise. De cualquier modo, la película promete ser un interesante tour de force interpretativo entre Seymour Hoffman y Phoenix (a quien no veíamos delante de las cámaras desde Two Lovers en 2008), serios candidatos a los premios de interpretación de la temporada que viene, y a los que complementan secundarios como Amy Adams o Laura Dern. The Master se estrena en EE.UU. el 21 de septiembre (aunque a principios de mes ya se podrá ver en los festivales de Venecia y Toronto) y confiamos en que no tarde mucho más en llegar a nuestro país.





22.5.12

Los idus de marzo: Cuidado con lo que votas


George Clooney es de esas pocas personas, y más en el ámbito público, de las que se puede afirmar que hace gala de una conducta prácticamente intachable. En lo personal, no ha dado lugar a escándalos de esos que tanto gustan en los medios más sensacionalistas, aunque sea de todos conocida su aversión al matrimonio y su gusto por las acompañantes jóvenes, atractivas y sin compromiso. Además de eso es solidario y comprometido socialmente, por mucho que en ocasiones se vea este compromiso como un acto de snobismo propio de millonario progre, porque opiniones hay para todos los gustos. Y en lo profesional, ha sabido sobreponerse de forma ejemplar al prejuicio de "estrella por su cara bonita" y su atractivo físico y ha forjado una carrera brillante tanto como intérprete como desde el punto de vista de la realización. Clooney es ahora mismo uno de los actores más fiables de Hollywood, de los que convierten en oro casi todo lo que tocan y de los que se puede decir que no hay película en la que participe (a uno u otro lado de la cámara) que no resulte interesante.

Sin embargo, en Los idus de marzo (The Ides of March, 2011) Clooney ha querido desmontar esa imagen idealizada que muchos tienen sobre él estableciendo un inteligente paralelismo con esa otra raza que, como los actores, se encuentra sometida constantemente al dominio público: los políticos. Muchos dicen que estamos en una época pobre en cuanto a madera política de nuestros gobernantes, especialmente en nuestra vieja Europa. Por eso se entiende quizá el desencanto de los ciudadanos con su clase política, incapaz de dar una respuesta firme ante una situación de grave crisis provocada por un sistema financiero cuyos desmanes se han encargado de alimentar con su connivencia, y que ahora se ven abocados a solucionar mediante recortes de derechos y sacrificios para las capas más desfavorecidas. No obstante, y a pesar del pesimismo reinante hacia la política, siempre encontramos fascinante el sistema político y electoral estadounidense, tan propio y tan diferente a lo que estamos acostumbrados por estos lares.

Los idus de marzo se estrenó en plena vorágine de la campaña de las primarias del partido republicano, que busca el oponente que se enfrente a Barack Obama en los comicios del año próximo. Hemos asistido a las luchas entre los candidatos (Mitt Romney, Rick Santorum, Newt Gingrich, etc.) por imponerse en cada estado, y nos hemos familiarizado mínimamente con un sistema endiabladamente complicado y complejo. Precisamente en ese mecanismo de complejidad es donde se instala Los idus de marzo, que pretende establecer una relación con los films políticos de los años 70, y que se acerca más al drama que al thriller. El protagonista es Steve Meyers (Ryan Gosling), un joven director de prensa encargado de llevar la campaña del gobernador Mike Morris (George Clooney), candidato a liderar el partido demócrata en las elecciones presidenciales. Asistimos pues, a un relato preciso de los entresijos de una campaña electoral, a todos los elementos que componen la carrera de un político hacia lo más alto. Los idus de marzo es, pues, un intento de mostrar lo que normalmente queda oculto, lo que ocurre entre bambalinas mientras nosotros sólo vemos los fastos y los oropeles.

Y, como se puede imaginar, lo que ocurre entre bambalinas es desagradable, cínico y cruel. Lo más llamativo del film es que no se corta en absoluto a la hora de retratar el enorme repertorio de puñaladas traperas que existen en este tipo de situaciones. Ya sea por la injerencia de la prensa (magnífica Marisa Tomei en el papel de periodista sin escrúpulos) o por la rivalidad entre los equipos de los candidatos (por mucho que sean del mismo partido), el caso es que una campaña electoral se mueve sobre arenas movedizas, y el terreno firme está sembrado de minas. Esto lo aprende muy pronto el personaje de Ryan Gosling (injustamente ninguneado en los Oscar, tanto por este papel como el aún mejor de Drive), cuyo arco de comportamiento es el hilo conductor del film. Al principio lo vemos como un joven al que todos alaban, alumno destacado del veterano director de campaña (Philip Seymour Hoffman) y comprometido con las ideas del gobernador Morris, a quien admira sinceramente y de quien cree que puede ser la persona capaz de cambiar el mundo. Sin embargo, lo que se va a encontrar es un camino plagado de zancadillas, siempre procedentes de su círculo más cercano. Su lealtad a la causa se pone a prueba por culpa del director de campaña del otro candidato (Paul Giamatti), y su relación con una joven becaria (Evan Rachel Wood), que en principio debía ser un desahogo puntual en unos momentos de actividad frenética, acaba por acarrearle más problemas de lo esperado. Todo ello conduce a que Steve acabe tomando conciencia del mundo en el que está metido, un mundo donde no tiene cabida el idealismo sino más bien la manipulación, la mentira y, por encima de todo, el instinto de supervivencia. Por el camino se ha dejado muchas cosas, demasiadas, que tal vez nunca recuperará. No obstante, el magnífico plano final del film deja abierto un pequeño resquicio a la posibilidad de que, después de todo, Steve aún conserve una parte de su antiguo yo.


Como ya hiciera en Buenas noches, y buena suerte (2005), donde hurgaba en el terreno políticamente inestable de la caza de brujas, George Clooney vuelve a poner el foco en el mundo de la política, dejando claro que lo que vemos no es sino una parte insignificante de lo que ocurre realmente, debidamente filtrada y edulcorada para que pensemos que nuestros representantes públicos son personas íntegras y capaces, cuando en demasiadas ocasiones están lejos de serlo. Además, no se le puede achacar a Clooney que haga un alarde de demagogia o de partidismo. Hacer esta película mostrando el bando republicano hubiera sido demasiado fácil y maniqueo, pero en lugar de eso Clooney se atreve a retratar al partido demócrata, su partido, sin ningún tipo de concesión. Es más, él mismo se disfraza de gobernador y candidato, un personaje de fachada impecable que la película se encarga de desmontar de una forma sutil y elegante. Los idus de marzo es, por tanto, un triste botón de muestra de lo que se cuece en las entretelas de la política, otro campo en el que el ser humano vuelve a dejar bastante que desear.



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