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27.8.13

El ilusionista: Merci, Monsieur Tati


Sobre todo el metraje de El ilusionista (L'illusionniste, 2010) planea una sombra de nostalgia, de patetismo y de pérdida. Una sensación de que ya pasó lo mejor de la vida, y de que todo lo que sucede en el presente no es más que una imitación pobre de un pasado mejor. Se aprecia en los paisajes urbanos del film, ambientados en ciudades frías y de perpetua llovizna como París, Londres o Edimburgo. Pero se observa especialmente en los personajes, sobretodo en el protagonista Jacques Tatischeff, un ilusionista que lleva su espectáculo de prestidigitación por los peores antros, ante un público cada vez más escaso y abúlico, en una huida hacia adelante que desde el primer momento se manifiesta estéril y vacía.

Realizada en un estilo de animación que tiene más de la tradición en dos dimensiones que de las virguerías actuales en 3D (y que el director Sylvain Chomet ya utilizara en la también magistral Bienvenidos a Belleville, 2003) , El ilusionista es un pequeño gran homenaje a ese entretenimiento previo a la irrupción de las nuevas tecnologías (incluyendo el cine), capaz de fascinar a los espectadores haciendo aparecer conejos de la chistera o monedas detrás de las orejas. Un entretenimiento que quedó relegado al olvido cuando fue sustituido por una nueva forma de espectáculo que tiene más de impostura y apariencia que de imaginación e ilusión. En ese nuevo contexto, artistas como el ilusionista, el payaso o el ventrílocuo se convierten en fantasmas de un pasado prematuramente envejecido y casposo, condenados a la desaparición silenciosa, al olvido.

Pero sobretodo, El ilusionista es un homenaje a Jacques Tati (1907-1982), uno de los mejores creadores que ha dado la historia del cine. Desde la plasmación de un guión firmado pero nunca filmado por el propio director hasta la apariencia física del protagonista, todo desprende un aroma de reverencia hacia ese aristócrata de origen ruso que apostó por una manera artesanal de hacer cine, y que devolvió una pasión por el detalle, el gag y la imagen que había desaparecido desde los albores del cine sonoro. La película contiene algunos momentos tan tatinianos como la escena en el taller de coches, un guiño al slapstick tradicional y que vuelve a dejar patente la ascendencia de Max Linder o Charles Chaplin en el cine de Jacques Tati.


Tatischeff (verdadero apellido del propio Tati) es un personaje alto, desgarbado, un caballero de educación exquisita a pesar de lo modesto de su existencia, y permanentemente superado por los avatares del mundo moderno. Es decir, un émulo de Monsieur Hulot, el álter ego al que Tati dio vida en títulos tan inolvidables como Las vacaciones del señor Hulot (1953), Mi tío (1958) o Playtime (1967). Tatischeff intenta superar con estoicismo el progresivo abandono de su espectáculo por parte del público, que prefiere a las nuevas estrellas del rock (fantástica esa versión excesiva e histriónica de The Beatles) antes de que a un tipo con un vestuario pasado de moda que hace aparecer pañuelos de colores. La única persona que parece apreciar (más por fascinación que por comprensión) el arte de Tatischeff es una joven que abandona su sencilla vida en el pueblo para acompañar al mago en sus viajes. Pero pronto se revela que no hay nada de glamour en en las pensiones baratas, los trabajos de media jornada y las actuaciones ante una platea casi desierta. Sólo los esfuerzos de Tatischeff por mantener viva la magia, a base de hacer "aparecer" regalos para su joven compañera, prolongan la existencia de una ilusión, desvanecida por completo cuando aparece un muchacho más joven, más apuesto y hasta más adecuado. Es entonces cuando se revela la verdad más triste de la historia. La magia no existe y es sólo una ilusión irreal la que nos mantiene fascinados por un tiempo. Un tiempo que empieza cuando el ilusionista se sube al escenario, y que termina cuando (como en la película) las luces del teatro se van apagando poco a poco. Después de eso, sólo queda la nostalgia, reflejada en el único plano detalle de un film presentado exclusivamente en planos generales. Un plano que completa esa sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor, por mucho que haya gente que, como ese ilusionista demodé, se empeñe en seguir adelante.






21.8.13

Roma: lecciones de historia


La antigua Roma ha demostrado siempre ser un auténtico filón para la ficción, ya sea a través del cine o de la pequeña pantalla. Aquella época cuenta a su favor con una vasta documentación histórica, y con el hecho de haber sido estudiada en profundidad por investigadores de todo el mundo, lo que lógicamente ha permitido que su historia haya calado en nuestro imaginario colectivo y en nuestra cultura general. Pero del mismo modo, su lejanía en el tiempo deja todavía espacio a la fabulación, permitiendo algunas licencias que, sin ser del todo contrastables históricamente, sí han dejado poso en nuestra percepción de la que fue una de las etapas más interesantes de la historia de la civilización occidental.

En nuestros tiempos, en los que ya se ha abandonado definitivamente la idea del peplum como plasmación oportuna del cine "de romanos" (con la excepción del exitazo del Gladiator de Ridley Scott), se opta en muchos casos por un acercamiento más sucio, más pretendidamente realista a aquella época. Además, se observa una tendencia hacia la espectacularización de la imagen, la estilización de la violencia y el uso indiscriminado del slow motion, siguiendo la estela que marcara 300 (Zack Snyder, 2006), auténtico espejo en el que se miran las ficciones ambientadas en la antigüedad grecolatina (más desde la perspectiva mitológica que la histórica) desde entonces, desde Furia de titanes (Louis Leterrier, 2010) y su secuela Ira de titanes (Jonathan Liebesman, 2012) a Immortals (Tarsem Singh, 2011) o la serie de TV Spartacus: Sangre y arena (Steven S. DeKnight, 2010- ), por poner sólo algunos ejemplos. 

Es obvio que el formato cine, con películas de duración limitada y con la necesidad de atraer la atención del público durante todo el metraje, se ve obligado a optar por estos alardes visuales en detrimento de un mayor desarrollo de la historia y los personajes. Sin embargo, la televisión permite detenerse en una exposición más prolongada de la situaciones, favoreciendo la presencia de multitud de personajes que enriquecen la narración y permiten configurar un todo mucho más coherente y completo. Es el caso de Roma (2005-2007), que supone el acercamiento más profundo que la ficción catódica ha realizado a una época tan apasionante como la del paso de la República al Imperio Romano. Y lo hace sin fuegos artificiales, sin grandes y espectaculares escenas de batalla (la mayoría de grandes acontecimientos militares se resuelven con acertadas elipsis) y poniendo el foco en unos personajes perfectamente desarrollados y de una riqueza literaria inestimable.

Esto no significa que Roma sea una producción modesta, ni mucho menos. De hecho, pasa por ser una de las series más caras de la historia de la TV (con un presupuesto cercano a los 100 millones de dólares), una gran superproducción que involucró a la BBC británica, la HBO estadounidense y la RAI italiana, filmándose además en los antiguos estudios de Cinecittà después de un riguroso trabajo de documentación y recreación histórica tanto en los ambientes (las villas, las casas humildes del Aventino, el Senado romano) como en el vestuario y los objetos. Con todo ello, se consigue un efecto inmediato de verosimilitud y de inmersión en la historia, y vuelve a dejar patente la importancia de una buena recreación para que este tipo de productos resulte creíble.

Roma es, al fin y al cabo, una especie de narración-río en la que confluye una amplia gama de personajes. En otra ocasión, y a propósito de The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), ya hablamos de la diferencia entre la Historia con mayúsculas, la que trasciende a los libros de texto, y la historia que configuran todos aquellos personajes anónimos que forjan, modifican y transmiten la identidad y la cultura. Roma transita con acierto entre una y otra, mostrando personajes históricos con todas las letras como Julio César (Ciarán Hinds), protagonista de la primera temporada, su sucesor Octavio (Simon Woods) y el rival de éste Marco Antonio (James Purefoy), o el filósofo Cicerón (David Bamber). 

Sin embargo, la mayor riqueza de la serie la aportan los personajes menos conocidos por la Historia oficial, pero que tienen tanta o más importancia en la trama como los grandes nombres. Entre todos ellos, los más destacables son Atia (Polly Walker), madre de Octavio y amante de Marco Antonio, y los soldados Lucio Voreno (Kevin McKidd) y Tito Pullo (Ray Stevenson), que actuan como hilo conductor de la narración de los 22 capítulos y dos temporadas de los que consta la serie, y también como puente entre el mundo "real" (el de los millones de personas que peleaban por su vida diariamente en una metrópolis tan grande como despiadada) y las intrigas de los hombres que dominaban el mundo conocido. Y es precisamente la evolución de estos tres personajes la que con un trazo más cuidadoso está realizada. Pullo y Voreno sufren altibajos constantes en su situación, intercambiando posiciones y lealtades y sufriendo los vaivenes caprichosos de una clase política megalómana e inestable), mientras que Atia representa a toda esa clase de patriciado romano que no duda en anteponer los intereses personales y familiares caiga quien caiga, pero a la que las circunstancias obligan a reinventarse continuamente a riesgo de perder lo más querido.

Creada por Bruno Heller, William J. MacDonald y John Milius (director de Conan, el bárbaro y guionista de Apocalypse Now), Roma es, en definitiva, un acercamiento fiel a la época del siglo I a.C., en la que la verosimilitud histórica y la calidad de los guiones contribuyen a atrapar a la audiencia y a crear la sensación de estar ante un producto de primera categoría. Sólo lo excesivo de su presupuesto y el peligro de alargar la trama hasta límites peligrosos nos privaron de más temporadas. 




13.1.13

The Master: Un lugar en el mundo


Existen dos tipos de historia. Una es la Historia con mayúsculas. El relato de grandes batallas, descubrimientos, reyes, guerras, hitos, de personajes únicos que cambiaron el curso de los acontecimientos. Es la Historia que se cuenta en los libros y manuales, la que los escolares aprenden de memoria en los colegios y la que los adultos esgrimen como argumento irrefutable de la existencia de un pasado glorioso que demasiadas veces se utiliza para justificar los desmanes del presente.

Pero hay otra clase de historia. Una historia mucho más complicada de rastrear, una historia con minúsculas que se escribe en los márgenes del paso del tiempo. Una historia que más que con la política tiene que ver con las personas, con su psicología, con la forma peculiar en la que se configura el inconsciente colectivo de una sociedad y que le hace ser lo que es. Una historia que no aparece en los libros pero sin la que sería imposible dibujar el perfil de una sociedad humana.

La gran Historia, la de los grandes momentos y personajes, ha sido reflejada en el cine en innumerables ocasiones y en todas las filmografías nacionales que podamos imaginar. La otra, sin embargo, es mucho más difícil de localizar, y sólo los grandes cineastas han sido capaces de reflejarla. Paul Thomas Anderson es, a mi entender, uno de esos grandes cineastas capaces de filmar la historia, de dibujar un retrato que es profundamente humano pero a la vez extrapolable como idea, como abstracción de algo mucho más complejo e inasible. De todos los cineastas actuales, nadie como Anderson ha sido capaz de reflejar la historia de EE.UU. Una historia que se filtra por las grietas de la Guerra de la Independencia, la abolición de la esclavitud, las guerras mundiales o la lucha contra el terrorismo global. Es, sin embargo, la historia de cómo se forja una personalidad colectiva, una manera de entender la economía, la política, la cultura, la ideología, la religión o las relaciones personales. Entender la vida, al fin y al cabo.

Si en Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007) se retrataban los primeros coletazos del sistema económico capitalista -ejemplificados en la tenacidad malsana y competitiva de ese monstruo admirable que era el Daniel Plainview interpretado magistralmente por Daniel Day-Lewis-, en The Master (ídem, 2012), Paul Thomas Anderson retoma el relato casi donde lo dejara en su anterior película, y termina de dibujar los trazos del boceto de la sociedad americana actual, que se configura tanto a partir de la competitividad salvaje en la economía en aras del libre mercado y de la capacidad de hacerse a sí mismo, como también a partir de la forma de enfrentarse a la realidad de una ciudadanía que vive desde hace un siglo en un trauma postbélico constante, y que continuamente tiene que cerrar las heridas abiertas que se produjeron en Pearl Harbor, Corea, Vietnam, Irak o Afganistán.

The Master es, digámoslo ya, un clásico del cine contemporáneo. Y lo es pocas semanas después de su estreno en cines, cuando todavía no es posible digerirla en toda su magnitud. Pero hay algo en la película que confirma esa condición de clásico, ya sea por la intemporalidad de los aspectos que trata o por el increíble acabado visual, expresionista, apabullante del que hace gala. La última película de Paul Thomas Anderson es un film poliédrico, inabarcable, de múltiples lecturas, profundamente humano y sobretodo capaz de diseccionar un estado de ánimo individual y colectivo. Es el retrato de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, de sobrevivir después del trauma, de exorcizar los fantasmas a través de la sublimación de las pulsiones. Pulsiones de violencia, de sexo, de delirios etílicos, de exceso al fin y al cabo. The Master es un film excesivo, que cabalga a lomos de Freddie Quell, un veterano de la Segunda Guerra Mundial incapaz de encajar en una sociedad en paz pero que ha seguido su camino olvidándose de aquellos que dieron su vida (física o psicologicamente) defendiendo a la patria en tierras lejanas. Joaquin Phoenix, en la mejor actuación de su carrera, da cuerpo (maltratado, prematuramente envejecido) a un personaje que es persona pero también idea, una idea de fragilidad amenazante que Phoenix construye arqueando la espalda, andando como una fiera herida y ante todo mostrando una mirada de aquél que está pidiendo ayuda a gritos pero que al mismo tiempo es capaz de explotar violentamente (otra vez los arranques de furia, una constante en el cine de Anderson) y destruir aquello que le rodea, incluyéndose a sí mismo.


En el otro lado del espectro -aunque más cerca de lo que parecería, por aquello de que los extremos se tocan- está Lancaster Dodd, otro ejemplo de estadounidense autodidacta y polifacético, capaz de embaucar a las masas con una promesa de autoconocimiento en tiempos de crisis. Philip Seymour Hoffman da vida a este trasunto de L. Ron Hubbard (fundador de la Cienciología) como un personaje carismático, seguro de sí mismo, pero que en el fondo encierra las mismas miserias que Freddie, las mismas pulsiones. Ambos personajes entablan una relación de dependencia malsana, una especie de juego paterno-filial (volvemos a las constantes andersonianas) del que ambos se benefician a corto plazo pero que acaba siendo insostenible. Y junto a ellos, completando el triángulo, la mujer de Dodd (Amy Adams), quien a la sombra de su marido es la más ferviente defensora de La Causa (mucho más que su esposo, casi siempre demasiado borracho o ensimismado) y que a la vez encarna los valores tradicionales y conservadores que todavía hoy se pueden rastrear en gran parte del colectivo femenino acomodado del país.

Las relaciones entre los personajes configuran el esqueleto de esta compleja obra, endiabladamente absorbente y que deja poso en el espectador. Ante un visionado de The Master, de sus primeros planos que transmiten dolor, de la música disonante de Jonny Greenwood que pone a prueba los nervios (tercera constante andersoniana), de una trama que habla de mucho más de lo que aparenta, uno tiene la sensación de estar ante una película diferente, única, un film que a buen seguro el tiempo colocará como uno de los imprescindibles de este comienzo de siglo, y que de paso confirma a Paul Thomas Anderson como el verdadero Maestro del cine contemporáneo, ahora sí, con mayúsculas.



1.1.13

Submarine: Los amantes debutantes

En la interesante tertulia que se generó a propósito del repaso de lo más destacado de 2012 en el programa especial de Cine L'Atalante, Óscar Brox indicaba como uno de los aspectos más destacables de Moonrise Kingdom (ídem, 2012) el hecho de que parecía estar dirigida por un niño y no por un adulto, haciendo referencia al tratamiento tan especial de los personajes infantiles y adultos y también al tono y al desarrollo de la narración.

En este sentido, al hablar de Submarine (ídem, 2010) también podemos señalar que el film podría estar escrito y dirigido por un adolescente, uno muy parecido al que protagoniza esta historia agridulce de descubrimiento. Y es que la comparación entre Moonrise Kingdom y Submarine no es en absoluto gratuita, pues ambas comparten muchos puntos en común. Como en la cinta de Wes Anderson (por cierto, una de las mejores del año que acaba de concluir), en Submarine los personajes adolescentes parecen mucho más cabales y equilibrados que los adultos, hay en ocasiones un estilo antinarrativo de contar la historia, una utilización de la banda sonora (en el caso de Submarine a cargo de Alex Turner, líder de los Arctic Monkeys) como contrapunto a los momentos dramáticos, ambientación vintage (los 60 en Moonrise Kingdom, los 80 en Submarine) y una querencia anacrónica pero adorable por la correspondencia epistolar.

Sin embargo, a pesar de compartir bastantes aspectos con la obra de Wes Anderson -y que en ocasiones también recuerda a Spike Jonze o Michel Gondry-, Submarine posee una entidad propia que la convierte en un producto a reivindicar. Es un film en el que el concepto de debut está muy presente. Por un lado, es la ópera prima de Richard Ayoade, a quien conocíamos como uno de los dos protagonistas de esa serie tan imprescindible y chanante como es Los informáticos (The IT Crowd, 2006- ), y que en su primera incursión en el largometraje ha decidido apartar ese humor surrealista y casi montyphytoniano para buscar un tono algo más naif y cercano a la realidad de un chico de quince años, sin que por ello se pierda por el camino nada de la ironía y la amargura que hacen interesante este tipo de películas.


Por otra parte, la historia en sí misma es también la historia de las primeras veces. El primer amor, la primera relación sexual, el primer desengaño, la primera vez en la que ves tambalearse tu pequeño mundo -en este caso por culpa de la aparición de un antiguo novio de la madre que pone en peligro el matrimonio de los progenitores-. Situaciones que, con la perspectiva del tiempo, todos somos capaces de relativizar y darles la importancia que se merecen, pero que en ese momento de la adolescencia suponen lo más decisivo del mundo y amenazan con dejar huella para siempre.

Al buen resultado de la película contribuye sin duda la elección de la pareja protagonista, un Oliver (Craig Roberts) omnipresente en la historia y que borda su papel de adolescente con rica vida interior que se enamora perdidamente de la chica rara del colegio, Jordana (Yasmin Paige). Su historia de amor es una historia inusual, deliberadamente antiromántica -sus citas tienen lugar en sitios como descampados o polígonos industriales y su principal ocupación en ellas es quemar cosas- pero no por ello menos intensa, y en la que empiezan a forjarse aspectos más propios de la vida adulta que de la niñez. Submarine es, en definitiva, un esperanzador debut de un director al que habrá que seguir la pista, y también un retrato nada complaciente y mucho menos edulcorado de lo habitual de una etapa tan complicada como es la adolescencia, de la que nadie en su sano juicio guarda un buen recuerdo pero a la que todos daríamos lo que fuera por regresar.



20.10.12

Retorno a Hansala: Un drama visto desde la distancia


Una de las principales razones por las que se ataca al cine español (especialmente por parte de aquellos que lo consideran un cine “de segunda categoría”, a rebufo de las grandes cinematografías europeas y sobretodo de la industria de Hollywood) es porque se tiene el prejuicio de verlo como un cine demasiado “social” y comprometido. No deja de ser verdad que en algunas ocasiones ciertas películas han caído en el error del recurso facilón a la desigualdad social o en la demagogia, pero eso no significa que acudir a la temática social no sea una opción más que loable, y más en estos tiempos que corren.

Y es que si algo tiene el cine es su insuperable capacidad de engrandecer historias en aparencia insignificantes, hasta convertirlas a veces en situaciones emocionantes y mucho más cercanas. Retorno a Hansala (2008) podría considerarse como una de esas historias que podrían ser una más para rellenar un telediario de sobremesa, pero que en realidad contiene un grado de humanidad mucho más grande de lo que podríamos esperar, y que demuestra que la realidad es mucho más compleja y difícil de lo que parece desde nuestros cómodos sillones.

La película parte de una historia real. A principios de la década, una patera con inmigrantes procedentes de Marruecos naufraga cerca de la costa andaluza. Al rescatar los cuerpos de los fallecidos se descubrió que todos procedían de la misma aldea, la que da título al film. Es en este punto donde comienza la acción, que nos muestra al dueño de una funeraria, Martín (José Luis García Pérez), que pasa por problemas matrimoniales y que está a punto de ver como le embargan su empresa. Necesita desaparecer por un tiempo de España, y encuentra la excusa perfecta en acompañar a Leila (Farah Hamed), hermana de uno de los fallecidos, a llevar el cuerpo de su familiar de vuelta a su pueblo en Marruecos. Una vez cruzado el estrecho, Martín será cada vez más consciente de la diferencia entre la vida en España y la vida en Marruecos, a la vez que entabla amistad con Said. 


La principal virtud de la película radica en el tono en el que está narrada. Durante todo el metraje parece que estamos asistiendo casi a un documental, con la cámara distanciada ideológicamente de la acción. Un hecho muy de agradecer, ya que podría resultar demasiado goloso presentar la historia de otra manera mucho más evidente, partidaria y facilona, con los efectos que todos conocemos (que tal vez se tradujeran en más ingresos en taquilla) pero con un más que posible detrimento de la calidad. Así pues, la directora andaluza Chus Gutiérrez acierta de pleno en alejar al espectador de las causas de la acción (el problema económico, social y politico de los países del Magreb y de África en general) y presentarle sólo las consecuencias, de una manera quizá más desapasionada pero desde luego mucho más cruda. Gutiérrez, que empezó su carrera en la comedia con films como Insomnio (1998), demuestra que se encuentra más cómoda en el drama que juega a veces a ser documental. Además, regresa a un terreno más que conocido, ya que el tema de la inmigración en Andalucía ya era el leitmotiv de Poniente (2002), aunque aquella se centraba más en el asunto del racismo y la integración de los sinpapeles. Esta vez lo más destacado es conocer la vida de los inmigrantes cuando no lo son, es decir, en sus países de origen, y de cómo una vida sin aspiraciones ni futuro les lleva a buscar su destino cruzando el mar y arriesgando sus propias vidas. Todo ello lo vemos desde el punto de vista de un europeo, Martín, del que vemos su evolución durante el metraje. Si al principio sólo está preocupado por cobrar el dinero por su servicio de repatriar el cadáver, poco a poco va siendo consciente de que hay cosas mucho más importantes que eso, y que los 3.000 euros que vale su trabajo no son nada comparados con una vida humana. 

Retorno a Hansala (por cierto premiada por el jurado en el Festival de Valladolid 2008 y con tres nominaciones a los Goya) gana enteros cuando la acción llega a Marruecos, momento en que la película se convierte en una mezcla de road movie (con asaltadores de caminos incluidos) y de semidocumental costumbrista al estilo de la Trilogía de Koker de Abbas Kiarostami. Precisamente la figura del director iraní sobrevuela esa parte de la película, en aspectos como  la filmación con cámara al hombro, el uso dramático de los colores, la escasez de diálogos o la profusión de situaciones tan cotidianas que dificilmente tendrían cabida en otro tipo de cine. En definitiva, estamos ante una película que plantea una seria reflexión social, cuya conclusión dicta que sólo mediante la convivencia con otras culturas es posible el entendimiento mutuo, y más en estos momentos en los que la crisis económica global acentúa las diferencias económicas y crea el riesgo de un retorno a la peor xenofobia de antaño. Pero lo hace de una manera sutil y elegante, a través de una historia que en principio puede parecer nimia pero que resume todas las grandezas y miserias del ser humano. Una película que, sin dejar de ser distante, consigue sumergir al espectador en la dimensión correcta para darse cuenta de que existe un problema más allá de sus narices. No siempre el cine “social” es sinónimo de cine de calidad, pero a veces (y por fortuna esta es una de ellas) hay excepciones a la regla. 



15.10.12

Aula de Cinema UV (Octubre 2012): En la ciudad sin límites


Mañana martes 16 de octubre a las 18 horas continúa el ciclo de cine que acompaña a la exposición "Cal·ligrafies de la malaltia" en el IHMC López Piñero, situado en el Palau de Cerveró (Plaza Cisneros 4, Valencia). En la segunda sesión se proyectará En la ciudad sin límites (Antonio Hernández, 2002), película que recibió dos premios Goya en el año 2003 (Mejor Guión y Actriz de Reparto) y estuvo nominada en otras tres categorías.

En la ciudad sin límites es, sin dudas, el mejor trabajo de su director, un realizador con una carrera bastante desigual donde se mezclan títulos destacables como el film mencionado o Lisboa (1999) con fracasos de taquilla como Los Borgia (2006) y especialmente El Capitán Trueno y el Santo Grial (2011), considerada unánimemente como el mayor fiasco de la historia del cine español reciente.

La película, que parte de una experiencia similar vivida por el director, está estructurada como una especie de juego detectivesco en el que el hijo menor (Leonardo Sbaraglia) de un anciano a punto de morir (Fernando Fernán Gómez) intenta desentrañar el misterio que se esconde tras el errático comportamiento de su padre y que podría estar relacionado con algún aspecto oscuro de su pasado.

El ciclo continuará el próximo 25 de octubre con la proyección de The Pillow Book (Peter Greenaway, 1996) y se cerrará el 8 de noviembre con Hero (Zhang Yimou, 2002). Por supuesto que estáis todos invitados a acudir a esta y a todas las proyecciones que organiza el Aula de Cinema de la UV.




29.9.12

"Stoker", trailer del debut hollywoodiense de Park Chan-wook


Es práctica habitual, y lo ha sido desde hace un siglo, que la industria cinematográfica estadounidense lleve a cabo una nada disimulada importación de los mejores talentos de más allá de sus fronteras. Por todos es sabido que la edad dorada de Hollywood no hubiera sido posible sin la capital aportación de los cineastas  europeos que emigraron a Estados Unidos en distintas oleadas, como no hace falta tampoco incidir en que ese flujo Europa-Hollywood se ha mantenido constante desde entonces.

Es innegable también que la hegemónica industria fílmica americana siempre ha estado atenta para captar los valores emergentes no sólo de Europa, sino también de otras cinematografías más alejadas culturalmente. El auge del cine asiático a partir del cambio de siglo no ha pasado desapercibido en la Meca del cine, siempre deseosa de adquirir a los cineastas más personales y exitosos en sus países de origen, por mucho que (casi siempre) en el traslado se haya quedado por el camino la mayoría de rasgos que hacían especiales sus películas en pos de una mal entendida comercialidad y rédito económico. Sirvan de ejemplos (aunque hay otros muchos) los japoneses Hideo Nakata y Takashi Shimizu, responsables del boom del terror asiático gracias a The Ring (Ringu, 1998) y La maldición (Ju-on, 2002), respectivamente. Ambos fueron llamados a dirigir su correspondiente remake hollywoodiense (en el caso de Nakata fue la segunda parte de la saga, el remake de la original lo realizó Gore Verbinski en 2002), con unos resultados artísticos bastante inferiores al producto de partida. Otro caso podría ser Wong Kar-Wai, el personal realizador de Hong Kong que intentó con My Blueberry Nights (2007) trasladar su particular imaginario nostálgico y estilizado (sublimado en obras maestras como Chungking Express o Deseando amar) a ambientes e intérpretes americanos, obteniendo un balance más forzado y menos auténtico. También ha sido tentando últimamente el surcoreano Kim Jee-won, quien tras deslumbrar con la potente Encontré al diablo (2010) es el encargado de dirigir a Arnold Schwarzenegger en The Last Stand (2013).

El último (aunque seguro que pronto penúltimo) en sumarse a esa lista es el también surcoreano Park Chan-wook, quien la próxima primavera estrenará Stoker (2013), su primera película en lengua inglesa. Park es el responsable de alguna de las mejores cintas del nuevo cine asiático del siglo XXI, en especial la apoteósica Old Boy (2002). Fiel al peculiar estilo visual y al tratamiento descarnado y estilizado de la violencia propio de cierto cine del extremo oriente, el realizador surcoreano tiene la difícil misión de mantener el nivel con elementos y presupuestos no habituales en su carrera hasta el momento. Stoker está escrita por Wentworth Miller, conocido mundialmente por protagonizar la exitosa aunque irregular serie Prison Break (2005-2009) y que firma su primer libreto con la colaboración de Erin Cressida Wilson, escritora habitual de películas con familias disfuncionales y secretos morbosos como Retrato de una obsesión (2006) o Chloe (2009). Y es que precisamente de una peculiar familia trata Stoker. Una familia en la que fallece el padre (Dermot Mulroney), dejando una inestable esposa (Nicole Kidman, felizmente recuperada para el buen cine y a la que veremos también en la esperada The Paperboy) y una aún más inestable y enigmática hija (Mia Wasikowska). Tras la muerte del cabeza de familia entra en escena su hermano (Matthew Goode), quien entra en la vida de las dos mujeres desencadenando situaciones extrañas e inesperadas. De momento nos conformaremos con este trailer y con la esperanza de que Park Chan-wook esté a la altura de las expectativas.




17.9.12

Melancolía: Íntimo apocalipsis


Lo peor que se puede hacer al sentarse ante una película de Lars von Trier es acomodarse en la butaca arrastrando cualquier tipo de prejuicio. Si bien es verdad que el realizador danés puede ser acusado con razón de egocéntrico o megalómano (su supuesta autoproclamación como el mejor director del mundo no ayuda a quitarte el sambenito de ególatra, aunque él no dijera eso), no es menos cierto que al menos resulta impredecible en cada película que hace, lo que en el fondo es un punto a su favor.

Lars von Trier ha evolucionado hacia una progresiva estilización de su cine, pasando del estilo casual e improvisado de sus primeros títulos a unas maneras mucho más pretendidamente artísticas y trascendentales en sus últimas películas. Por el camino, ha trabajado casi todos los géneros (le faltaba el pornográfico, pero ya lo abordará en Nymphomaniac, su proyecto inminente), dejando siempre un sello personal que atrae a sus incondicionales y repugna a todos los demás a partes iguales. De ahí que cada nueva película del danés sea recibida con suspicacia, especialmente entre los que esperan (para mal) encontrarse con los mareantes movimientos de cámara o los pedantes subrayados narrativos y/o visuales tan del gusto del realizador.

Sin embargo, con Melancolía (Melancholia, 2011) podemos decir que von Trier ha realizado su película más pulida a nivel formal y una de las más sencillas (que no simples) en el plano argumental. No falta el uso (para algunos abuso) de la cámara al hombro y los barridos rápidos, pero en este caso no constituyen el motivo estilístico principal, sino que están en consonancia con la situación planteada en la primera parte de la película, una situación cuya incomodidad se transmite mejor con un inquieto movimiento de cámara que permite captar en tiempo real cada reacción de los personajes. Por ello, el uso de la cámara al hombro no es un recurso frívolo y manierista, sino una expresión de la necesidad de captar de la manera más directa una situación tan llena de matices.

La película se divide en dos partes bien diferenciadas, casi dos películas independientes que llevan por título el nombre de las dos hermanas protagonistas, Justine y Claire. Antes de eso, von Trier inserta una especie de preludio onírico que revela el desenlace final del film, que no es otro que la destrucción de la Tierra. A este prólogo, repleto de referencias al mundo del arte (el más evidente es la Ofelia de John Everett Millais), aunque quizá demasiado influido por ese recurso tan videoclipero de la cámara superlenta, no se le puede negar una enorme capacidad de fascinación, aumentada por la música del Tristán e Isolda de Wagner, y que deja en el espectador la sensación de asistir a algo trascendente.

Sin embargo, Lars von Trier deja la trascendencia para más adelante, puesto que el primer segmento de la película tiene mucho más de humano que de divino. Esta primera parte del díptico se centra en la boda entre Justine (Kirsten Dunst) y Michael (Alexander Skarsgård), que tiene lugar en la mansión rural de Claire (Charlotte Gainsbourg), hermana de Justine, y de su marido John (Kiefer Sutherland). Es inevitable que en este momento vuelva a la memoria Celebración (Festen, 1998), la película de Thomas Vinterberg que sigue siendo la más destacada representante del movimiento Dogma 95, que el propio von Trier contribuyó a fundar pero del que renegó al poco tiempo. Si en aquella cinta la reunión familiar por el 60 cumpleaños del patriarca del clan acababa destapando todas las miserias familiares, en esta primera parte de Melancolía asistimos a una situación similar, a la constatación de todo lo que de hipócrita tienen este tipo de celebraciones. Mientras la pragmática Claire se esfuerza por conseguir que todo salga perfecto, sus peculiares familiares se encargan de todo lo contrario. Ya sea por su amargada y sarcástica madre (Charlotte Rampling), su despreocupado padre (John Hurt) o el despiadado jefe de Justine (Stellan Skarsgård), pronto asistimos a la cara oculta de estos encuentros aparentemente apacibles en los que la realidad ofrece una versión bien distinta de la fachada que los personajes ofrecen ante los demás. Pero por encima de todo sobrevuela la angustia de la propia Justine, la que mejor refleja el hastío y lo absurdo de una situación en la que ella debería ser la persona más feliz, aunque en realidad es todo lo contrario. La magnífica interpretación de Kirsten Dunst (reconocida como mejor actriz en Cannes) ayuda a entender mejor a un personaje difícil, poco agradecido, con el que el público tiene dificultades para conectar por lo, en ocasiones, aleatorio de su comportamiento. Un comportamiento cuyo origen puede intuirse tras el descubrimiento de ese planeta llamado Melancolía que se asoma en el horizonte, y cuya presencia parece provocar en Justine una sensación que nadie comprende (es muy significativo el hecho de que Justine pida ayuda a todos los miembros de su familia pero nadie esté dispuesto a escucharla) pero que tendrá consecuencias importantes.


Tras esta parte que deja una vez más a las claras lo que von Trier opina de las relaciones sociales (vacías, falsas y llenas de hipocresía), la película da paso a una segunda parte de un tono mucho más místico, universal y trascendental. La fotografía en tonos amarillos y el pulso nervioso de la cámara dan paso a unos planos más sosegados y a un ambiente de tonalidades más frías y oscuras. Situado cronológicamente algún tiempo después de la celebración anterior, este segundo segmento se centra más en la figura de Claire, resaltando el contraste entre las dos hermanas que representa de alguna manera la contraposición entre dos formas de entender la existencia. Claire es racional, práctica, terrenal y con los pies en el suelo, casada con un rico triunfador y con un hijo pequeño. Justine, por el contrario, es creativa, inestable, imprevisible y parece íntimamente ligada al destino de ese planeta cuya silueta es cada vez más grande en el cielo. Y es precisamente la amenaza de Melancolía la que planea sobre toda esta parte del film. Poco a poco el espectador va entendiendo lo inevitable de la colisión del planeta con la Tierra, y el consiguiente Fin del Mundo. Un Apocalipsis que cada una de las hermanas afronta de manera muy diferente. Claire lo asume con terror, negándose a imaginar la posibilidad de que desaparezca todo el mundo, incluyendo sus seres queridos. Pero Justine interpreta el advenimiento del fin total con naturalidad, como una especie de purga. Es muy interesante su reflexión cuando afirma que la Tierra es un lugar maligno, que no hay nada de malo en que desaparezca y que sabía que eso iba a suceder. Lars von Trier planeta con inteligencia la idea de la destrucción total como una suerte de castigo contra la indignidad humana. Un castigo que, por otra parte, afectaría por primera vez a todos los seres humanos y no sólo a aquellos menos favorecidos en cuanto a su clase, religión o situación económica. Por una vez, la destrucción del planeta es absolutamente democrática, afectando por igual a todos los seres humanos, liberados por un solo momento de sus diferencias. Y von Trier presenta este Apocalipsis sin el manido recurso de mostrar a personas de todas las regiones del mundo reunidas ante un televisor contemplando el fin inminente con lágrimas en los ojos, sino que el Fin del Mundo sobreviene en familia bajo una cabaña hecha con palos de madera, mediante una explosión de pura e infinita belleza.



28.8.12

Trailer final de 'The Master', el esperado regreso de Paul Thomas Anderson


Con apenas 42 años, el californiano Paul Thomas Anderson es uno de los directores cuyas películas se esperan con mayor impaciencia tanto desde el sector de la crítica especializada como también desde el público en general. Y eso que su filmografía apenas se compone de cinco títulos, el primero de ellos el desconocido Hard Eight, Sidney (1996), un thriller sobre un hombre arruinado que se ve obligado a introducirse en el mundo de los pequeños delitos para poder sobrevivir. Después llegaron films como  Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), Punch-Drunk Love (2002) y especialmente Pozos de ambición (2007), la película que elevó a Anderson a la liga del consumo mainstream y al reconocimiento de su trabajo en forma de premios importantes sin por ello perder su propia personalidad.

Curiosamente, para su sexto largometraje, Anderson retoma un argumento similar al de su film debut, al menos en lo que a la relación entre un joven bala perdida sin lugar en el mundo y un mentor que ejerce una gran influencia sobre él. Su nuevo trabajo se llama The Master (2012), y está llamado a ser uno de los principales candidatos a los próximos Oscar. Escrita por el propio Paul Thomas Anderson, la película narra el regreso de un soldado de la marina de EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial (Joaquin Phoenix), descolocado en su nueva vida e incapaz de encontrar un sentido a su existencia hasta que conoce a Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), carismático líder de un grupo pseudoreligioso (llamado La Causa), del que el personaje de Phoenix se convierte en mano derecha.

Existe cierta polémica con la película, especialmente de parte de quienes quieren ver en Lancaster Dodd un alter ego de L. Ron Hubbard, fundador en 1952 de la secta de la cienciología, a la que pertenecen algunos personajes muy famosos de Hollywood como John Travolta o Tom Cruise. De cualquier modo, la película promete ser un interesante tour de force interpretativo entre Seymour Hoffman y Phoenix (a quien no veíamos delante de las cámaras desde Two Lovers en 2008), serios candidatos a los premios de interpretación de la temporada que viene, y a los que complementan secundarios como Amy Adams o Laura Dern. The Master se estrena en EE.UU. el 21 de septiembre (aunque a principios de mes ya se podrá ver en los festivales de Venecia y Toronto) y confiamos en que no tarde mucho más en llegar a nuestro país.





5.8.12

Niebla en el alma: La otra Marilyn


Cuando se cumplen cincuenta años de su muerte, este 5 de agosto de 2012, desde todos los medios de comunicación se nos bombardea con la noticia de la efeméride (celebrar el aniversario de un fallecimiento tiene un ligero toque macabro, no lo neguéis) y, por supuesto, con infinidad de imágenes, datos, anécdotas y homenajes a Marilyn Monroe, el que sin duda ha sido el mito erótico del siglo XX y uno de los iconos de la civilización occidental, cuyo influjo se dejará sentir a buen seguro durante mucho tiempo. Se ha hablado tanto de Marilyn, de su vida profesional y sobretodo de la personal, que parece que ya no haya nada por contar. Marilyn fue un mito inalcanzable, casi irreal, tal vez la personificación de los sueños ocultos de varias generaciones de hombres (y mujeres). Pero al mismo tiempo se encargaron de bajarla a la tierra, de exponer en la plaza pública sus defectos, sus miedos, sus traumas y sus adicciones. Marilyn es el reflejo perfecto de la implacable maquinaria del star system de Hollywood, un sistema diseñado para encumbrarte a la cima pero no para explicarte cómo mantenerte en ella, que no entiende de debilidad, de fragilidad, de necesidad de estar sola y permitir bajarse de un tren en marcha que se dirige, sin frenos, derecho al abismo. Todo en Marilyn fue público, decenas de voceros se encargaron de difundir a los cuatro vientos sus miserias, sus retrasos en los rodajes, sus olvidos de las líneas de guión, sus inseguridades. Moldearon una figura distorsionada de Marilyn, tal vez por envidia. Tal vez no podía permitirse que ese ser tan perfecto no fuera realmente un ídolo de barro, tenía que haber un reverso oscuro a tanta belleza, a tanto carisma. Y lo hubo. Alimentado por un entorno caníbal y con la connivencia de todos aquellos que antepusieron sus propios intereses al bienestar de la actriz, Marilyn acabó autocumpliendo la profecía de que duraría poco. A los 36 años abandonaba este mundo injusto y cruel, desnuda en su cama y rodeada de pastillas. Ella, que sólo quiso ser feliz.

Admiro a Marilyn, eso está claro. Por eso le he dedicado el párrafo anterior y podría extenderme mucho más. La admiro como persona, como icono de belleza, pero también como actriz. Se ha intentado muchas veces menospreciar su talento como intérprete, apelando a las manidas historias de eternas repeticiones de tomas por no saber una simple frase de diálogo, o a su falta de profesionalidad en los rodajes. Todo esto es cierto, al menos en parte, pero eso no quita que Marilyn fuera una buena actriz, por mucho que se empeñaran en explotar su faceta de rubia platino tonta, arquetipo de la mujer perfecta en los años 50: voluptuosa, simpática, pícara, graciosa pero sin dos dedos de frente. Por el contrario, creo que Marilyn sacó lo mejor de sí misma en los papeles por los que es menos conocida. Papeles dramáticos, difíciles, que exigían una mayor profundidad pero que demostraron la nunca suficientemente reconocida capacidad actoral de Marilyn Monroe.

Uno de esos papeles a los que me refiero es el que interpretó en Niebla en el alma (Don't Bother to Knock, 1952). Tuve la suerte de descubrir esta película en el reciente ciclo que Nits de Cinema (organizado por el Aula de Cinema de la Universitat de València, a la que tengo el orgullo de pertenecer) dedicó al aniversario de la muerte de Marilyn, y donde se proyectaron algunos de los títulos menos consabidos de la filmografía de la actriz californiana. Fue una suerte también contar en la presentación y posterior coloquio con la presencia de Daniel Gascó, propietario del videoclub Strómboli, uno de los últimos reductos de buen cine de la ciudad de Valencia, y que aportó los datos (y el entusiasmo) necesarios para disfrutar en toda su extensión de esta película tan magnífica como desconocida.

Niebla en el alma supuso el primer papel protagonista de Marilyn Monroe, que hasta la fecha reducía su aparición en sus filmes a roles secundarios (la vimos, por ejemplo, en La jungla de asfalto de John Huston o Eva al desnudo de Joseph L. Mankiewicz, ambas de 1950), cuando no directamente a cameos sin acreditar. Sin embargo, en ese año de 1952 la Twentieth Century Fox le dio la oportunidad de protagonizar una película compartiendo cartel junto a Richard Widmark, por aquel entonces una de las caras más conocidas del noir estadounidense. Para dirigir el proyecto se contó con Roy Ward Baker, uno de esos "artesanos" de Hollywood (en el buen sentido de la expresión) a sueldo de la Fox, y que contaba en su bagaje con varios títulos de serie B. Y es que la película no es ni mucho menos un producto destinado al consumo mainstream, pues no contaba ni con el presupuesto, ni con el cartel del director o los intérpretes. Niebla en el alma es más bien una película con vocación de serie B pero cuyo resultado final permite colocarla a la altura (cuando no por encima) de títulos con pretensiones mucho más altas.

Basada en la novela de Charlotte Armstrong, la película es una especie de drama psicológico que tiene como principal punto fuerte el hecho de que la acción del film se produce prácticamente en tiempo real y en una sola localización espacial, lo que permite a Baker jugar con la contracción y la dilatación del tiempo fílmico y conseguir un clima de tensión que nada tiene que ver con los clichés del cine de suspense (Alfred Hitchcock ya había sentado cátedra en este sentido) pero que funciona a las mil maravillas para explicar la evolución dramática de cada uno de los personajes.

Jed (Richard Widmark) es un joven despreocupado y cínico que acude al hotel donde canta su ex novia (una debutante Anne Bancroft que muestra sus grandes dotes como actriz y también como cantante), para pedirle que vuelva con él. Ésta lo rechaza alegando que sólo piensa en sí mismo y que es incapaz de empatizar con los problemas de los demás. Cuando Jed sube a su habitación, mira casualmente por la ventana y ve la habitación donde está Nell (Marilyn Monroe). Al momento queda prendado por su belleza y decide ir a su habitación para seducirla. Pero allí descubrirá que Nell no está sola, sino que es una canguro al cuidado de una niña (Donna Corcoran) cuyos padres están en el salón del hotel disfrutando de una cena de alta sociedad.

A través de insinuaciones muy sutiles y siempre gracias a la imagen y no a la palabra, vamos descubriendo más cosas sobre la personalidad de Nell. Adivinamos que acaba de salir de una institución mental, traumatizada por la pérdida de su prometido (piloto de aviación militar) en la guerra. Por ese motivo, su confundida mente convierte a Jed en una especie de reencarnación de su prometido, por lo que se lanza a sus brazos nada más conocerlo. Jed, que sólo quería curar sus heridas pasando un rato de pasión con la desconocida, pronto se verá envuelto en el juego insano de Nell, que también involucra peligrosamente a la niña, convertida para Nell en un obstáculo para el reencuentro con su amado.

Sin querer desvelar más sobre la trama, quisiera recalcar una vez más lo efectivo de la puesta en escena de Baker con unos recursos visuales mínimos, el contenido simbólico de algunos escenarios (Daniel Gascó señaló acertadamente que el hall del hotel representa la cordura y las habitaciones simbolizarían la locura) y también el magnífico aporte de los actores secundarios. Tanto la pareja de ancianos entrometidos (Verna Felton y Don Beddoe) como el enésimo barman-psicólogo del mundo del cine (Willis Bouchey), y especialmente el ascensorista del hotel y tío de Nell (Elisha Cook Jr.) resultan necesarios en el desarrollo del film. Pero por encima de todo me gustaría destacar la composición del personaje que realiza Marilyn Monroe, una composición llena de dificultad porque al parecer Roy Ward Baker se empeñó en grabar toda la película con primeras tomas, algo que para una actriz tan insegura como Marilyn debió ser complicado. Sin embargo, esta frescura juega a favor del resultado final del film, y desde luego no se aprecia ningún atisbo de deficiencia en la interpretación de la actriz. Más aún, el personaje de Nell Forbes (y más desde la perspectiva del tiempo) acaba por parecer un alter ego (inestable, autodestructivo) de la propia Marilyn que, como su rol en la ficción, sólo sentía la necesidad de amar y ser amada.



3.8.12

21 gramos: Unidos por el dolor


Independientemente de la calidad de su trabajo, o de la identificación con su cine por parte del público mayoritario, existe una serie de directores que poseen un sello personal, una especie de trademark que hacen reconocibles sus películas. Esto es, en mi opinión, un tanto a favor de estos realizadores, cuya diferenciación podría ser considerada casi como una excepción en estos tiempos en los que todo producto cultural (y fílmico) tiende a igualarse y estandarizarse.

En la nómina de estos directores "reconocibles" incluiría a Alejandro González Iñárritu. Con sólo cuatro largometrajes (más otros trabajos en el mundo de la TV o el corto), el realizador mexicano se ha ganado esta distinción y también el reconocimiento de su obra por parte de un amplio sector de la crítica (el público es otra cosa), que considera sus películas valientes, complejas y visualmente atractivas. Aunque, por otro lado, hay quienes consideran sus filmes como efectistas, sensibleros y repetitivos. Una disparidad de criterios que al menos constata que estamos ante un director cuyas películas son, al menos, identificables en su forma y su contenido.

En este artículo yo quería hablar de 21 gramos (21 Grams, 2003), la segunda película de Iñárritu y la primera rodada con un presupuesto digno de Hollywood y con actores de primera fila. Esto fue posible gracias al éxito de su debut con Amores perros (2000), un film que retrataba escenas de la vida tanto de los bajos fondos como de la jet set de México D.F., y donde esas escenas compartían (pese a sus diferencias iniciales) sentimientos comunes, unos sentimientos que igualan a todos los seres humanos más allá de distinciones de raza, sexo, edad o extracción social. La película sirvió, además, para catapultar la carrera de Gael García Bernal y para que Iñárritu formara, junto con Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, una escuadra de jóvenes y talentosos directores mexicanos que volvieron a poner en el mapa la cinematografía de un país con tanta tradición fílmica.

Así pues, para su segundo trabajo, Iñárritu pudo contar con un presupuesto mayor (20 millones de dólares frente a los 2 millones que costó Amores perros) y con estrellas del cine americano, encabezadas por Sean Penn (que al mismo tiempo estrenó Mystic River de Clint Eastwood), Naomi Watts (reconocible desde Mulholland Drive en 2000 y que recientemente había protagonizado el remake americano del film de terror japonés La señal, en 2002) y Benicio del Toro, quien había llegado al gran público gracias a dos películas del año 2000 como Snatch, cerdos y diamantes (Guy Ritchie) y Traffic (Steven Soderbergh). A estos tres (Watts y Del Toro fueron nominados al Oscar por sus interpretaciones) habría que sumarles nombres como Danny Huston, Melissa Leo o Charlotte Gainsbourg, secundarios de lujo que dan todavía mayor enjundia a la película.

Pese a la subida de nivel económico y de caché de los actores, Iñárritu plantea en 21 gramos una película similar, en fondo y forma, a Amores perros, aunque ya sin la frescura y el factor sorpresa de su debut, sus dos puntos fuertes principales. Su segundo largometraje tiene otra vez ese aspecto nervioso y casual producto de la filmación con cámara al hombro, y vuelve a girar sobre las historias cruzadas, sobre los personajes sin aparente relación entre sí pero que acaban encontrándose por los avatares de la vida (llamémosle destino si queréis). Iñárritu plantea de nuevo un relato fragmentado, presentado sin orden cronológico y donde muchas veces las consecuencias se nos muestran antes que las causas. Esto resta suspense al espectador, que sabe cómo acabará la historia, pero le añade la necesidad de saber la manera en la que la trama se desarrolla, cuáles son esos huecos que hay que rellenar para que todo tenga sentido.

En la película, Sean Penn interpreta a un profesor de matemáticas al final de una enfermedad terminal, donde sólo un transplante de corazón puede salvarle la vida, mientras su esposa (Charlotte Gainsbourg) desea quedarse embarazada de él para mantener su recuerdo tras la muerte. Naomi Watts, por su parte, es una mujer felizmente casada y con dos niñas pequeñas, cuya vida da un vuelco cuando su marido (Danny Huston) y sus hijas son atropelladas mortalmente, cayendo en una profunda depresión y en una espiral de drogas y autodestrucción de la que intenta salvarle Sean Penn, receptor del corazón de su marido. Finalmente, Benicio del Toro es un ex convicto que ha encontrado en la religión el camino de redención para volver al buen camino junto a sus hijos y su mujer (Melissa Leo), aunque después todo se tambalea cuando su camioneta se lleva por delante la vida de un hombre y sus dos hijas pequeñas...

Como vemos, son tres personajes que en principio no se conocen, no tienen nada en común, pero que después de las dos horas de metraje estarán indisolublemente unidos para siempre. Unidos por el dolor, el sufrimiento, el deseo, la venganza y la culpa. Y es que esos sentimientos son precisamente la seña de identidad del cine de Iñárritu, un cine que reflexiona sobre las conexiones que unen a todos los seres humanos, y sobre las sensaciones que nos igualan. En sus películas siempre hay un hecho fortuito (un accidente, una enfermedad, una mala decisión, a veces el mexicano parece regodearse en el sufrimiento de sus personajes) que acaba uniendo a personas que no parecían destinadas a encontrarse. Es ese azar lo que hace la vida impredecible, lo que convierte al universo en una acumulación de pequeñas decisiones que pueden alterar definitivamente el curso de la existencia. En su siguiente película, Babel (2006), el más ambicioso de todos sus trabajos y seguramente el menos conseguido, Iñárritu quiso llevar al extremo la idea de la conexión, ampliando el foco a países, continentes e incluso momentos diferentes para retomar su obsesión por las historias cruzadas y los sentimientos compartidos. Pero lo que parece claro es que no hay que cruzar fronteras para encontrarse con historias cotidianas que comparten unos sentimientos tan puramente humanos que todos hemos sentido alguna vez, y que en 21 gramos unen irremisiblemente a tres personajes cuya experiencia compartida cambiará sus vidas para siempre.



26.7.12

The bigger, the better: Trailers de 'Cloud Atlas' y 'Life of Pi'


Una vez que el cine en tres dimensiones se ha instalado parece que definitivamente en nuestras salas comerciales, y también por el miedo a que la inminente subida de los precios de las entradas y el auge del video on demand doméstico reste espectadores a la taquilla, parece que las productoras se han empeñado en poner toda la carne en el asador para ofrecer productos espectaculares, que den lo mejor de sí en pantalla grande y que vuelvan a atraer en masa a los espectadores a las salas de cine.

Los trailers que vais a ver a continuación no son aptos para aquellos que gocen del cine minimalista y pegado a la realidad, con esas historias cotidianas que no levantan los pies del suelo y tienen como objetivo reflejar o denunciar una realidad. Más bien todo lo contrario, estas dos películas pretenden fundamentar su atractivo en un indudable poderío visual, en lo fantasioso de su argumento y en lo exagerado de su puesta en escena. Lo curioso es que ambas son adaptaciones de novelas de éxito, por lo que miles de espectadores las verán con una idea preconcebida en su cabeza. Ahí está el riesgo.

Empezamos con Life of Pi (2012), la versión fílmica del best seller de Yann Martel que David Magee (guionista de Descubriendo Nunca Jamás) se ha encargado de trasladar a la pantalla. La historia cuenta la aventura del joven Pi Patel (Suraj Sharma), el hijo del dueño de un zoológico que se traslada desde la India hasta Canadá. Por el camino, el barco sufre un naufragio y Pi queda aislado en un bote en medio del océano, con la única compañía de una hiena, una cebra, un orangután y un tigre de Bengala (que es el único que aparece en el trailer, por cierto). Así, el film es una historia de soledad, esperanza, supervivencia y búsqueda interior, que personalmente me ha recordado a El viejo y el mar, la maravillosa novela cubana de Ernest Hemingway. En la dirección de la película tenemos a Ang Lee, un director versátil que es capaz de hacer grandes trabajos independientemente del género del que se trate, y que en los últimos años ha firmado títulos tan interesantes como Brokeback Mountain (2005) o Deseo, peligro (2007). Life of Pi tiene previsto su estreno español el 21 de diciembre.


Aunque si hablamos de megalomanía, no os perdáis el trailer (de casi seis minutos nada menos) de Cloud Atlas (2012), adaptación de la novela de David Mitchell que han llevado a cabo, en armónica colaboración, Tom Tykwer y los hermanos Wachowski (desde hace unos años hermano y hermana). El director de Corre Lola, corre (1998) y El perfume (2006), y los responsables de la trilogía Matrix (1999-2003) han unido sus fuerzas para trasladar a la pantalla la obra magna de Mitchell, una tarea ardua y complicada dada la densidad de la novela, compuesta de seis relatos autoconclusivos aunque relacionados entre sí y donde se mezclan personajes, épocas y localizaciones. Así, la película reflexiona sobre la vida y la muerte, el efecto de nuestras acciones en el presente, el pasado y el futuro o la interconexión entre todos los habitantes del planeta. Para este proyecto gigantesco no podía faltar un reparto de lujo, encabezado por Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Ben Whishaw, Hugo Weaving, Hugh Grant y Susan Sarandon. Si os ha enganchado el trailer, lamento comunicar que la película aún no tiene fecha de estreno en España, pero sí en EE.UU. donde se podrá ver a partir del próximo 26 de octubre.




9.7.12

Carmina o revienta: Retrato de mujer con cigarro y cabra al fondo


Para hablar de Carmina o revienta (2012), el debut como realizador del popular actor televisivo Paco León, es inevitable referirse a las peculiares condiciones de su producción y su distribución, una característica que ha sido destacada hasta la saciedad desde su estreno la semana pasada y que sin duda ha contribuido al éxito de la película, favorecido por la corriente del marketing boca a boca y por la novedad de sus circunstancias de lanzamiento.

Todo el mundo lo sabe, pero no está de más volverlo a repetir. Carmina o revienta ha sido rodada con un presupuesto irrisorio (rondando los 100.000 euros y sin apenas ayudas, con la mayor parte del dinero salido directamente de los bolsillos del director), unos medios muy limitados y, lo que ha llamado más la atención, ha sido lanzada al mismo tiempo al mercado del DVD y las plataformas de VOD (Video On Demand) en Internet, junto a un estreno testimonial en unas pocas salas de cine. El propio Paco León ha hablado del boicot que ha sufrido de parte de algunos distribuidores y exhibidores, que consideran que el sevillano ha traicionado los pasos habituales a la hora de estrenar una película, a saber: las salas de cine, el mercado de DVD a los tres o cuatro meses y finalmente Internet y la televisión de pago. Lanzando al mismo tiempo el film en DVD e Internet (y además a unos precios más que razonables), es inevitable que se pierdan espectadores en las salas de cine, cuyo precio sigue siendo para muchos prohibitivo, y más cuando se trata de una película que no destaca por su espectacularidad o sus efectos tridimensionales.

Con todo esto, Paco León no ha sido el primero en lanzarse a esta aventura, pero sí el primer cineasta de primera fila (en cuanto a popularidad) en probar suerte en esta manera de hacer cine, que no tiene otra intención que luchar contra el fantasma de la piratería ofreciendo al usuario alternativas baratas y legales para acceder a la película. De momento, el experimento le ha salido bien al sevillano, puesto que el film ya se ha convertido en la película española más vista legalmente en la red y ha vendido el 80% de las copias en DVD que había sacado en las tiendas. Si estamos ante una revolución de la forma de exhibir las películas o simplemente ante un hecho aislado está todavía por ver, pero lo cierto es que ha quedado claro que existe una alternativa sencilla y asequible para acceder a los estrenos que puede satisfacer a mucha gente.

Pero yo quería, sobretodo, hablar de la película en sí. La cinta llegaba avalada por su éxito en el último Festival de Málaga, donde recibió tres premios importantes. Y lo cierto es que fueron merecidos. Carmina o revienta es una película dificilmente clasificable (lo que encabeza su lista de virtudes), situada al borde del documental, el docudrama o la realidad dramatizada, como se le quiera llamar. Más allá de etiquetas, a nadie se le escapa que en el fondo es una película de ficción, puesto que aunque las situaciones que en ella aparecen han pasado de verdad (o al menos algo parecido), existe una fundamentación narrativa y estética por parte del director (encuadres, montaje) que se aleja del documental sensu estricto, acercándose más a las fórmulas visuales de series de TV como Modern Family o incluso Que vida más triste, en el sentido de presentar una acción en la que se intercala el testimonio en primera persona de los protagonistas. La diferencia con aquellas series es que en Carmina o revienta estos testimonios no sólo sirven para explicar la acción, sino que amplían el fondo de los personajes y ofrecen una mayor amplitud de miras sobre ellos.


La película es un largo flashback que ocupa casi todo el metraje, partiendo de la llegada de Carmina a la cocina de su casa, de madrugada, sin que sepamos aún de donde viene y qué le ha pasado hasta entonces. Es en ese momento cuando la protagonista se sienta ante la cámara y empieza el relato de los últimos días, salpicado con retazos de su vida que profundizan en la persona y el personaje, siendo esa cocina una especie de confesionario donde Carmina se sincera y cuenta, a su manera, su visión sobre la vida, la muerte, los hijos y el mundo que le rodea.

Lo más encomiable del conjunto es, en mi opinión, el ejercicio de sinceridad que Paco León aplica a toda su película. En Carmina o revienta todo supura realidad. Esa madre es su madre, esa hermana (una cautivadora María León, atención a su faceta como cantante) es su propia hermana, y ese barrio es su barrio. Un barrio del extrarradio sevillano, obrero y decadente, donde se mezclan la pobreza y la honradez, el flamenco y la droga, la comedia y el drama. A muchos le ha echado para atrás el tópico andaluz exacerbado hasta casi la caricatura, pero es indudable que hasta en eso Paco León ha tratado de ser fiel a la realidad. Porque, como él mismo dice, "ser andaluz no es un trauma, pero tampoco un orgullo".

Y por encima de todo sobrevuela una presencia arrolladora, imponente, titánica. Esa Carmina Barrios que para componer un personaje que hubiera encajado tanto en la obra de Velázquez como en la de Azcona o Berlanga, o incluso en los tebeos de Francisco Ibáñez, sólo ha necesitado interpretarse a sí misma. Carmina es la verdadera fuerza vital de la película, una mujer que ha luchado durante décadas por sobrevivir, superando la ausencia de un marido farandulero y alcohólico (gran interpretación de Paco Casaus, tío del director) y sobreponiéndose uno tras otro a los golpes de la vida, ya sea por un coche que le roban o un seguro que se niega a pagarle los jamones que le birlaron y que constituyen su único sustento. Paco León acierta en presentar a su propia madre, la figura más sagrada e idealizable que puede existir, sin ningún tipo de disfraz, sin maquillar su faceta más maleducada, manipuladora y escatológica, con el sigarrito y el orfidá siempre a mano. Porque al fin y al cabo Carmina o revienta es eso, un retrato hiperrealista de una familia como existen tantas en nuestro país, donde la miseria se mezcla con la alegría y donde el drama puede dar paso a la carcajada cuando menos te lo esperas. Exactamente igual que en esta película que puede ser un espejo donde mirarnos, y que puede también abrir un camino nuevo para entender el arte de hacer esa cosa maravillosa que llamamos cine.



4.7.12

Donde viven los monstruos: esa prisión llamada infancia


Existe, por fortuna, una tendencia dentro de la literatura infantil que indaga en lo más profundo de la psique del ser humano en sus primeros años de vida. Frente a las historias de damiselas rescatadas por príncipes azules, de animales parlantes bienintencionados, de enemigos inofensivos y de aventuras inocuas se sitúa una línea narrativa bien diferente, donde la infancia no es un camino de rosas sino más bien un sendero angosto donde se agazapan los traumas, los miedos y las pesadillas.

El cine, con su inmensa capacidad de fagocitar todo tipo de tendencias y estilos literarios, ha plasmado muchas veces este tipo de obras infantiles "adultas". Desde Michael Ende a Roald Dahl, pasando por el autor que nos ocupa, un Maurice Sendak al que tenemos en el recuerdo después de su reciente fallecimiento (en mayo de 2012) y cuya obra magna representa a la perfección ese tipo de literatura infantil alejada de las buenas intenciones y que pretende poner el acento en el reverso tenebroso de esa etapa tan difícil.

En 1963, Sendak escribió e ilustró Where the Wild Things Are, traducida con poco acierto en España por Donde viven los monstruos. El libro es extremadamente sencillo y directo, y narra la historia de un niño que tras una trastada es castigado sin cenar. Encerrado en su habitación empieza a ver como crece un mundo de fantasía, habitado por "cosas salvajes" de las que pronto se convertirá en rey, conviviendo con ellas con alegría y felicidad hasta que decide volver a casa, donde encuentra su cena todavía caliente. Tras esta premisa, aparentemente sencilla y sin dobleces, se esconde una reflexión casi freudiana sobre la ira, la culpa, la identidad y la pertenencia a la sociedad, con el añadido de que se trata de un niño de corta edad, razón por la que lo simbólico cobra mayor protagonismo pero sin apartarse del camino de la indagación psicológica. 

El libro de Sendak tardó mucho tiempo en ser comprendido y asimilado por el público, que encontraba sus páginas demasiado duras y poco adecuadas para leerlas a los niños antes de dormir. Quizá eso explique que su adaptación al cine haya estado sobre la mesa en las dos últimas décadas, pero que no haya llegado a buen puerto hasta 2009, y después de muchos avatares. La factoría Disney quiso adaptar el libro haciendo una película de animación tradicional, pero el proyecto quedó en nada. Fue en 2005 cuando apareció Spike Jonze, que ya se había labrado un nombre como director de videoclips de artistas de primera fila y también como realizador a seguir gracias a dos films extraños pero sumamente evocadores como son Cómo ser John Malkovich (1999) y El ladrón de orquídeas (2002). En aquel entonces, el proyecto de Where the Wild Things Are estaba en la mesa de Universal, pero después pasó a manos de Warner Brothers, que finalmente daría luz verde a la película con actores enfundados en los trajes de los monstruos y no generados por ordenador, a petición de Jonze. Así, más de cuatro años después veía la luz Donde viven los monstruos (2009), cuyo resultado final tampoco terminó de convencer a Warner, preocupada por que su película no conectara con el público más pequeño.

Y es que Donde viven los monstruos no es una película fácil, ni siquiera para el público adulto. Desde una perspectiva simplista se puede ver el film como una película de aventuras en la que el niño Max (Max Records) escapa a un mundo fantástico habitado por monstruos, de los que se hace amigo hasta que vuelve a casa con su madre (Catherine Keener). Pero desde un punto de vista más profundo existen matices que dificultan la digestión de la historia. En primer lugar, resulta complicado empatizar con el niño protagonista. En las primeras secuencias le vemos enfadado porque los amigos de su hermana han destrozado su guarida de nieve, y ella no ha hecho nada para impedirlo. Este berrinche se traslada a su madre (no sabemos si viuda o divorciada, pero en todo caso la figura del padre no está presente), agobiada por el trabajo y tratando de rehacer su vida sentimental con un nuevo amigo (Mark Ruffalo). Una discusión absurda sobre la comida genera la pelea entre madre e hijo, tras la cual el niño huye hacia ese mundo fantástico, lo que no es más que un viaje interior hacia un lugar más seguro y donde será él, y no los adultos, quien dicte las normas.

Con todo esto, el incipiente síndrome del "niño emperador" se manifiesta de nuevo en el mundo de fantasía, ya que Max intentará ejercer una especie de dominación sobre los monstruos que lo habitan, convirtiéndose en su rey. Resulta significativa también la situación en la que se encuentran los monstruos antes de la llegada de Max, divididos por la marcha de uno de ellos y contemplando como otro, Carol (con la voz de James Gandolfini), está destrozando sus cabañas en un acceso de rabia. Por eso, la aparición del niño disfrazado de lobo es interpretada como una señal positiva para que vuelva la normalidad y la armonía, cosa que se consigue gracias a la iniciativa y al llamamiento a "hacer el salvaje" que hace el propio Max.



Sin embargo, pronto las cosas se empezarán a torcer en ese mundo idílico que Max acaba de conocer. Las rencillas entre los monstruos no han desaparecido, y empiezan a cuestionar el liderazgo de Max. Carol, mientras enseña al niño la maqueta de su mundo que construyó en su día, le explica que todos los problemas derivan de la separación del grupo, inevitable por el propio desarrollo individual y por la aparición de nuevas criaturas fuera del grupo, que suscitan celos y envidias. La catarsis negativa llega con la batalla, concebida como un juego, en la que los monstruos (separados arbitrariamente por Max entre "buenos" y "malos") se lanzan terrones de tierra y donde la diversión inicial da paso a la violencia y el rencor. Con el grupo destrozado casi sin remedio y con el remordimiento de no haber traído más que problemas, Max decide abandonar a los monstruos y regresar a casa, donde su madre le espera con un abrazo y la cena bien caliente, exactamente como en el libro de Sendak.

Así pues, el argumento de la película no es más que una excusa para indagar en la mente de Max, donde se mezcla un totum revolutum de sentimientos difíciles de manejar. La ira, la culpa, la ausencia del padre, un complejo de Edipo acentuado por la presencia del amigo de la madre, la necesidad de marcar unas reglas propias constituyen un conglomerado de sensaciones que confluyen en la necesidad de Max de inventar un mundo idealizado donde se vive según sus normas y donde todo funciona como se desea. Sin embargo, cuando ese mundo también se desmorona cabe un regreso al hogar, al calor de lo seguro y al regazo materno, el único y verdadero remanso de paz en este mundo hostil. Por el camino, los espectadores han asistido a un interesante desfile visual de criaturas (magnífico trabajo en las animaciones por ordenador de los rostros de los monstruos), pero al mismo tiempo han acabado la película con un extraño y amargo sabor de boca.



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