Una de las principales razones por las que se ataca
al cine español (especialmente por parte de aquellos que lo consideran un cine
“de segunda categoría”, a rebufo de las grandes cinematografías europeas y
sobretodo de la industria de Hollywood) es porque se tiene el prejuicio de
verlo como un cine demasiado “social” y comprometido. No deja de ser verdad que
en algunas ocasiones ciertas películas han caído en el error del recurso
facilón a la desigualdad social o en la demagogia, pero eso no significa que
acudir a la temática social no sea una opción más que loable, y más en estos
tiempos que corren.
Y es que si algo tiene el cine es su insuperable capacidad de engrandecer historias en aparencia insignificantes, hasta convertirlas a veces en situaciones emocionantes y mucho más cercanas. Retorno a Hansala (2008) podría considerarse como una de esas historias que podrían ser una más para rellenar un telediario de sobremesa, pero que en realidad contiene un grado de humanidad mucho más grande de lo que podríamos esperar, y que demuestra que la realidad es mucho más compleja y difícil de lo que parece desde nuestros cómodos sillones.
Y es que si algo tiene el cine es su insuperable capacidad de engrandecer historias en aparencia insignificantes, hasta convertirlas a veces en situaciones emocionantes y mucho más cercanas. Retorno a Hansala (2008) podría considerarse como una de esas historias que podrían ser una más para rellenar un telediario de sobremesa, pero que en realidad contiene un grado de humanidad mucho más grande de lo que podríamos esperar, y que demuestra que la realidad es mucho más compleja y difícil de lo que parece desde nuestros cómodos sillones.
La película parte de una
historia real. A principios de la década, una patera con inmigrantes
procedentes de Marruecos naufraga cerca de la costa andaluza. Al rescatar los
cuerpos de los fallecidos se descubrió que todos procedían de la misma aldea,
la que da título al film. Es en este punto donde comienza la acción, que nos
muestra al dueño de una funeraria, Martín (José Luis García Pérez), que pasa
por problemas matrimoniales y que está a punto de ver como le embargan su
empresa. Necesita desaparecer por un tiempo de España, y encuentra la excusa
perfecta en acompañar a Leila (Farah Hamed), hermana de uno de los fallecidos,
a llevar el cuerpo de su familiar de vuelta a su pueblo en Marruecos. Una vez
cruzado el estrecho, Martín será cada vez más consciente de la diferencia entre
la vida en España y la vida en Marruecos, a la vez que entabla amistad con Said.
La principal virtud de la
película radica en el tono en el que está narrada. Durante todo
el metraje parece que estamos asistiendo casi a un documental, con la cámara
distanciada ideológicamente de la acción. Un hecho muy de agradecer, ya que podría
resultar demasiado goloso presentar la historia de otra manera mucho más
evidente, partidaria y facilona, con los efectos que todos conocemos (que tal
vez se tradujeran en más ingresos en taquilla) pero con un más que posible
detrimento de la calidad.
Así pues, la directora
andaluza Chus Gutiérrez acierta de pleno en alejar al espectador de las causas de la acción (el problema
económico, social y politico de los países del Magreb y de África en general) y
presentarle sólo las consecuencias,
de una manera quizá más desapasionada pero desde luego mucho más cruda. Gutiérrez,
que empezó su carrera en la comedia con films como Insomnio (1998), demuestra que se encuentra más cómoda en el drama
que juega a veces a ser documental. Además, regresa a un terreno más que
conocido, ya que el tema de la inmigración en Andalucía ya era el leitmotiv de Poniente (2002), aunque aquella se
centraba más en el asunto del racismo y la integración de los sinpapeles. Esta vez lo más destacado es
conocer la vida de los inmigrantes cuando no lo son, es decir, en sus países de
origen, y de cómo una vida sin aspiraciones ni futuro les lleva a buscar su
destino cruzando el mar y arriesgando sus propias vidas. Todo ello lo vemos
desde el punto de vista de un europeo, Martín, del que vemos su evolución
durante el metraje. Si al principio sólo está preocupado por cobrar el dinero
por su servicio de repatriar el cadáver, poco a poco va siendo consciente de
que hay cosas mucho más importantes que eso, y que los 3.000 euros que vale su
trabajo no son nada comparados con una vida humana.
Retorno
a Hansala (por cierto
premiada por el jurado en el Festival de Valladolid 2008 y con tres
nominaciones a los Goya) gana enteros cuando la acción llega a Marruecos,
momento en que la película se convierte en una mezcla de road movie (con asaltadores de caminos incluidos) y de
semidocumental costumbrista al estilo de la Trilogía de Koker de Abbas
Kiarostami. Precisamente la figura del director iraní sobrevuela esa parte de
la película, en aspectos como la
filmación con cámara al hombro, el uso dramático de los colores, la escasez de
diálogos o la profusión de situaciones tan cotidianas que dificilmente tendrían
cabida en otro tipo de cine.
En
definitiva, estamos ante una película que plantea una seria reflexión social,
cuya conclusión dicta que sólo mediante la convivencia con otras culturas es
posible el entendimiento mutuo, y más en estos momentos en los que la crisis
económica global acentúa las diferencias económicas y crea el riesgo de un
retorno a la peor xenofobia de antaño. Pero lo hace de una manera sutil y
elegante, a través de una historia que en principio puede parecer nimia pero
que resume todas las grandezas y miserias del ser humano. Una película que, sin
dejar de ser distante, consigue sumergir al espectador en la dimensión correcta
para darse cuenta de que existe un problema más allá de sus narices. No siempre
el cine “social” es sinónimo de cine de calidad, pero a veces (y por fortuna
esta es una de ellas) hay excepciones a la regla.
Me resulta interesante y pertinente lo dicho. Protagonistas, los muertos.
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