Del mismo modo que cada mitología tiene sus héroes, cada lucha tiene sus mártires. Y Estados Unidos sabe bien de todo esto. Un país formado por inmigrantes europeos de la más diversa ralea, que aplastaron sin piedad a los nativos de la zona y que construyeron una nación en base a una ideología cristiana exacerbadamente conservadora y, en algunos casos, fanática.
Por eso, desgraciadamente, no resulta extraño que la lucha por los derechos civiles en USA haya estado manchada en demasiadas ocasiones de sangre. Martin Luther King tuvo un sueño en el que los hombres y mujeres de su raza disponían de los mismos derechos de los blancos, y acabó tiroteado. El mismo destino sufrió Harvey Milk, el primer político estadounidense abiertamente homosexual, abatido a tiros por otro concejal del ayuntamiento de San Francisco. Milk llegó a principios de los 70 desde New York a San Francisco, la ciudad que por aquel entonces era algo así como la Tierra Prometida para las minorías, el último reducto de lo que había sido la utopía hippie de los 60. Se instaló en el barrio del Castro y desde allí empezó a aglutinar en torno a sí a la comunidad gay de la ciudad y, en general, a todos aquellos desheredados que veían en la "comuna" de Milk, un hogar que les acogería pese a sus supuestas "diferencias". A partir de ahí, Milk se dio cuenta de la necesidad de meter la cabeza en política para poder solucionar realmente los problemas de su comunidad, y fue elegido concejal del ayuntamiento de San Francisco, puesto desde el que luchó incansablemente por los derechos de los gays, lo que, como era de esperar, levantó una oleada de conservadurismo en todo el país que provocó la derogación de muchas leyes que favorecían los derechos de los homosexuales.
En esta etapa de lucha por los derechos es en la que se centra Mi nombre es Harvey Milk (2008), la biografía (casi hagiografía) que traza Gus Van Sant sobre Harvey Milk. Van Sant es un director extraño, ecléctico, que ha visitado en su carrera todos los géneros y todas las estéticas posibles. No es la primera vez que trata el tema homosexual (ya lo hizo por ejemplo en Mi Idaho Privado (1991), de manera mucho más sórdida y, por qué no decirlo, creíble), ni tampoco la primera vez que se acerca a la biografía (ya lo hizo con la polémica vida de Kurt Cobain en Last Days (2004)). Esta vez Van Sant filma un biopic al más puro estilo Hollywood, trazando el ascenso, éxito y posterior caída del protagonista. De todas formas es una película valiente, rodada sin tapujos, que puede incluso incomodar a quienes ven todavía en los homosexuales algo de antinatural. Desde el primer momento, la película se centra en la homosexualidad no tanto como opción sexual sino casi como bandera de la propia identidad personal. Milk y sus seguidores están orgullosos de ser homosexuales, y esgrimen su condición como espada contra los intolerantes. Lamentablemente, con ello consiguen el efecto contrario, es decir, que el hecho de alardear de su condición provoca que aumenten las iras de quienes están en su contra. Un fanático lo único que necesita es que su enemigo se haga visible para lanzar sus piedras contra él.
Sean Penn lleva sobre sus hombros el peso del film, interpretando al protagonista con precisión quirúrgica, en un papel que le valió su segundo Oscar. Le dan la réplica James Franco, un sorprendente Emile Hirsch (uno de los jóvenes actores más prometedores hace unos años pero que anda algo perdido últimamente, y que curiosamente trabajó a las órdenes de Penn en Hacia Rutas Salvajes (2007)) y un siempre imponente Josh Brolin. Lástima el desaprovechamiento de Diego Luna, metido en un personaje totalmente estereotipado y prescindible.
En definitiva, estamos ante una película que se convierte en una especie de manifiesto por la lucha de los derechos de los homosexuales, y que además sirve para dar a conocer a un personaje desconocido en nuestros pagos pero que sirvió para alcanzar muchas metas. Todo ello sin un excesivo amaneramiento que sin duda habría ido en contra del mensaje. A veces la película roza la demagogia barata. Quizá se eche de menos algo de autocrítica, o algo menos de maniqueísmo en la manera de tratar a los "intolerantes". Pero, seamos sinceros, los intolerantes son maniqueístas, y ciegos. Y lo peor de todo es que sus frases no distan mucho, treinta años después, de lo que todavía se oye por ahí en algunos círculos de la sociedad y, como no, de la Iglesia. Pero, al fin y al cabo, y como se dice al final del film, no se trata sólo de los derechos de los gays, sino de los negros, las mujeres, los inmigrantes y todas las minorías que vean cercenadas sus posibilidades de vivir de forma igualitaria. Ojalá llegue el día en el que no exista el desfile del Orgullo Gay, ni el día de la mujer trabajadora. Significará que habremos llegado a un punto en el que su presencia sea tan natural que no sea necesario hacer bandera de nada. Entonces, gente como Harvey Milk habrán ganado su guerra definitivamente.
Por eso, desgraciadamente, no resulta extraño que la lucha por los derechos civiles en USA haya estado manchada en demasiadas ocasiones de sangre. Martin Luther King tuvo un sueño en el que los hombres y mujeres de su raza disponían de los mismos derechos de los blancos, y acabó tiroteado. El mismo destino sufrió Harvey Milk, el primer político estadounidense abiertamente homosexual, abatido a tiros por otro concejal del ayuntamiento de San Francisco. Milk llegó a principios de los 70 desde New York a San Francisco, la ciudad que por aquel entonces era algo así como la Tierra Prometida para las minorías, el último reducto de lo que había sido la utopía hippie de los 60. Se instaló en el barrio del Castro y desde allí empezó a aglutinar en torno a sí a la comunidad gay de la ciudad y, en general, a todos aquellos desheredados que veían en la "comuna" de Milk, un hogar que les acogería pese a sus supuestas "diferencias". A partir de ahí, Milk se dio cuenta de la necesidad de meter la cabeza en política para poder solucionar realmente los problemas de su comunidad, y fue elegido concejal del ayuntamiento de San Francisco, puesto desde el que luchó incansablemente por los derechos de los gays, lo que, como era de esperar, levantó una oleada de conservadurismo en todo el país que provocó la derogación de muchas leyes que favorecían los derechos de los homosexuales.
En esta etapa de lucha por los derechos es en la que se centra Mi nombre es Harvey Milk (2008), la biografía (casi hagiografía) que traza Gus Van Sant sobre Harvey Milk. Van Sant es un director extraño, ecléctico, que ha visitado en su carrera todos los géneros y todas las estéticas posibles. No es la primera vez que trata el tema homosexual (ya lo hizo por ejemplo en Mi Idaho Privado (1991), de manera mucho más sórdida y, por qué no decirlo, creíble), ni tampoco la primera vez que se acerca a la biografía (ya lo hizo con la polémica vida de Kurt Cobain en Last Days (2004)). Esta vez Van Sant filma un biopic al más puro estilo Hollywood, trazando el ascenso, éxito y posterior caída del protagonista. De todas formas es una película valiente, rodada sin tapujos, que puede incluso incomodar a quienes ven todavía en los homosexuales algo de antinatural. Desde el primer momento, la película se centra en la homosexualidad no tanto como opción sexual sino casi como bandera de la propia identidad personal. Milk y sus seguidores están orgullosos de ser homosexuales, y esgrimen su condición como espada contra los intolerantes. Lamentablemente, con ello consiguen el efecto contrario, es decir, que el hecho de alardear de su condición provoca que aumenten las iras de quienes están en su contra. Un fanático lo único que necesita es que su enemigo se haga visible para lanzar sus piedras contra él.
Sean Penn lleva sobre sus hombros el peso del film, interpretando al protagonista con precisión quirúrgica, en un papel que le valió su segundo Oscar. Le dan la réplica James Franco, un sorprendente Emile Hirsch (uno de los jóvenes actores más prometedores hace unos años pero que anda algo perdido últimamente, y que curiosamente trabajó a las órdenes de Penn en Hacia Rutas Salvajes (2007)) y un siempre imponente Josh Brolin. Lástima el desaprovechamiento de Diego Luna, metido en un personaje totalmente estereotipado y prescindible.
En definitiva, estamos ante una película que se convierte en una especie de manifiesto por la lucha de los derechos de los homosexuales, y que además sirve para dar a conocer a un personaje desconocido en nuestros pagos pero que sirvió para alcanzar muchas metas. Todo ello sin un excesivo amaneramiento que sin duda habría ido en contra del mensaje. A veces la película roza la demagogia barata. Quizá se eche de menos algo de autocrítica, o algo menos de maniqueísmo en la manera de tratar a los "intolerantes". Pero, seamos sinceros, los intolerantes son maniqueístas, y ciegos. Y lo peor de todo es que sus frases no distan mucho, treinta años después, de lo que todavía se oye por ahí en algunos círculos de la sociedad y, como no, de la Iglesia. Pero, al fin y al cabo, y como se dice al final del film, no se trata sólo de los derechos de los gays, sino de los negros, las mujeres, los inmigrantes y todas las minorías que vean cercenadas sus posibilidades de vivir de forma igualitaria. Ojalá llegue el día en el que no exista el desfile del Orgullo Gay, ni el día de la mujer trabajadora. Significará que habremos llegado a un punto en el que su presencia sea tan natural que no sea necesario hacer bandera de nada. Entonces, gente como Harvey Milk habrán ganado su guerra definitivamente.