Independientemente de la calidad de su trabajo, o de la identificación con su cine por parte del público mayoritario, existe una serie de directores que poseen un sello personal, una especie de trademark que hacen reconocibles sus películas. Esto es, en mi opinión, un tanto a favor de estos realizadores, cuya diferenciación podría ser considerada casi como una excepción en estos tiempos en los que todo producto cultural (y fílmico) tiende a igualarse y estandarizarse.
En la nómina de estos directores "reconocibles" incluiría a Alejandro González Iñárritu. Con sólo cuatro largometrajes (más otros trabajos en el mundo de la TV o el corto), el realizador mexicano se ha ganado esta distinción y también el reconocimiento de su obra por parte de un amplio sector de la crítica (el público es otra cosa), que considera sus películas valientes, complejas y visualmente atractivas. Aunque, por otro lado, hay quienes consideran sus filmes como efectistas, sensibleros y repetitivos. Una disparidad de criterios que al menos constata que estamos ante un director cuyas películas son, al menos, identificables en su forma y su contenido.
En este artículo yo quería hablar de 21 gramos (21 Grams, 2003), la segunda película de Iñárritu y la primera rodada con un presupuesto digno de Hollywood y con actores de primera fila. Esto fue posible gracias al éxito de su debut con Amores perros (2000), un film que retrataba escenas de la vida tanto de los bajos fondos como de la jet set de México D.F., y donde esas escenas compartían (pese a sus diferencias iniciales) sentimientos comunes, unos sentimientos que igualan a todos los seres humanos más allá de distinciones de raza, sexo, edad o extracción social. La película sirvió, además, para catapultar la carrera de Gael García Bernal y para que Iñárritu formara, junto con Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, una escuadra de jóvenes y talentosos directores mexicanos que volvieron a poner en el mapa la cinematografía de un país con tanta tradición fílmica.
Así pues, para su segundo trabajo, Iñárritu pudo contar con un presupuesto mayor (20 millones de dólares frente a los 2 millones que costó Amores perros) y con estrellas del cine americano, encabezadas por Sean Penn (que al mismo tiempo estrenó Mystic River de Clint Eastwood), Naomi Watts (reconocible desde Mulholland Drive en 2000 y que recientemente había protagonizado el remake americano del film de terror japonés La señal, en 2002) y Benicio del Toro, quien había llegado al gran público gracias a dos películas del año 2000 como Snatch, cerdos y diamantes (Guy Ritchie) y Traffic (Steven Soderbergh). A estos tres (Watts y Del Toro fueron nominados al Oscar por sus interpretaciones) habría que sumarles nombres como Danny Huston, Melissa Leo o Charlotte Gainsbourg, secundarios de lujo que dan todavía mayor enjundia a la película.
Pese a la subida de nivel económico y de caché de los actores, Iñárritu plantea en 21 gramos una película similar, en fondo y forma, a Amores perros, aunque ya sin la frescura y el factor sorpresa de su debut, sus dos puntos fuertes principales. Su segundo largometraje tiene otra vez ese aspecto nervioso y casual producto de la filmación con cámara al hombro, y vuelve a girar sobre las historias cruzadas, sobre los personajes sin aparente relación entre sí pero que acaban encontrándose por los avatares de la vida (llamémosle destino si queréis). Iñárritu plantea de nuevo un relato fragmentado, presentado sin orden cronológico y donde muchas veces las consecuencias se nos muestran antes que las causas. Esto resta suspense al espectador, que sabe cómo acabará la historia, pero le añade la necesidad de saber la manera en la que la trama se desarrolla, cuáles son esos huecos que hay que rellenar para que todo tenga sentido.
En la película, Sean Penn interpreta a un profesor de matemáticas al final de una enfermedad terminal, donde sólo un transplante de corazón puede salvarle la vida, mientras su esposa (Charlotte Gainsbourg) desea quedarse embarazada de él para mantener su recuerdo tras la muerte. Naomi Watts, por su parte, es una mujer felizmente casada y con dos niñas pequeñas, cuya vida da un vuelco cuando su marido (Danny Huston) y sus hijas son atropelladas mortalmente, cayendo en una profunda depresión y en una espiral de drogas y autodestrucción de la que intenta salvarle Sean Penn, receptor del corazón de su marido. Finalmente, Benicio del Toro es un ex convicto que ha encontrado en la religión el camino de redención para volver al buen camino junto a sus hijos y su mujer (Melissa Leo), aunque después todo se tambalea cuando su camioneta se lleva por delante la vida de un hombre y sus dos hijas pequeñas...
Como vemos, son tres personajes que en principio no se conocen, no tienen nada en común, pero que después de las dos horas de metraje estarán indisolublemente unidos para siempre. Unidos por el dolor, el sufrimiento, el deseo, la venganza y la culpa. Y es que esos sentimientos son precisamente la seña de identidad del cine de Iñárritu, un cine que reflexiona sobre las conexiones que unen a todos los seres humanos, y sobre las sensaciones que nos igualan. En sus películas siempre hay un hecho fortuito (un accidente, una enfermedad, una mala decisión, a veces el mexicano parece regodearse en el sufrimiento de sus personajes) que acaba uniendo a personas que no parecían destinadas a encontrarse. Es ese azar lo que hace la vida impredecible, lo que convierte al universo en una acumulación de pequeñas decisiones que pueden alterar definitivamente el curso de la existencia. En su siguiente película, Babel (2006), el más ambicioso de todos sus trabajos y seguramente el menos conseguido, Iñárritu quiso llevar al extremo la idea de la conexión, ampliando el foco a países, continentes e incluso momentos diferentes para retomar su obsesión por las historias cruzadas y los sentimientos compartidos. Pero lo que parece claro es que no hay que cruzar fronteras para encontrarse con historias cotidianas que comparten unos sentimientos tan puramente humanos que todos hemos sentido alguna vez, y que en 21 gramos unen irremisiblemente a tres personajes cuya experiencia compartida cambiará sus vidas para siempre.
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