Hablar de una película como El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) en términos de lucha de clases y emancipación obrera podría parecer una locura o una frivolidad, tratándose como se trata de un producto del Hollywood más mainstream sin mayor vocación que la del entretenimiento puro, el alarde de efectos especiales y la búsqueda de la rentabilidad en taquilla. Sin embargo, y tal vez sea por estos tiempos extraños que nos ha tocado vivir y donde en cada rincón se puede intuir un conato de la, por otro lado, tan necesaria rebelión obrera, lo cierto es que no me parece descabellado referirme en estos términos a la película de la que quiero hablar.
En primer lugar, cabría situar el film en su contexto. El planeta de los simios es una distopía futurista que vio la luz en 1963 de la mano del escritor Pierre Boulle. Muy pronto tendría su adaptación cinematográfica de la mano del director Franklin J. Schaffner y con el protagonismo de Charlton Heston en El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968), una de las películas más recordadas y apreciadas entre los amantes del género de la ciencia-ficción. No descubro nada si hablo de un argumento de sobras conocido (y que por otro lado se aleja de la novela en varios puntos importantes): la tripulación de una nave que fue lanzada al espacio en el año 2006, y que viaja a la velocidad de la luz con sus miembros en un estado de hibernación, sufre un accidente y aterriza en un planeta en el que varias especies de simios forman una civilización relativamente avanzada, y donde los seres humanos ni siquiera saben hablar y viven en un estado salvaje y de sometimiento a los primates. El capitán de la expedición (Charlton Heston) intenta escapar de su cautiverio ayudado por dos simios, para finalmente descubrir que ese planeta no es otro que la Tierra, en esa magnífica escena de la estatua de la libertad semienterrada en la arena, tantas veces referida y parodiada. Esta película tuvo un remake en 2001 dirigido por Tim Burton, un auténtico fracaso de crítica y público que constituye la película más floja del director californiano. Y volviendo al film original, su éxito provocó un aluvión de secuelas en muy poco tiempo (cuatro películas entre 1970 y 1973), y también una serie de TV en 1974, títulos en los que, entre otras cosas, se viajaba al pasado para explicar el origen de la dominación de la Tierra por parte de los primates.
Por tanto, la película de Rupert Wyatt se debe considerar un reboot (más que una precuela) de la saga iniciada en 1968, puesto que ofrece una explicación distinta a cómo los simios acaban dominando el planeta y cómo los seres humanos pierden su supremacía, y esa explicación es lo que entronca con las ideas casi marxistas que he enunciado al principio. En este caso, la película se centra en el personaje de Will Rodman (James Franco), un científico íntegro que experimenta con chimpancés para encontrar una cura para el alzheimer, tanto por el bien de la humanidad como más concretamente para curar a su padre (John Lithgow), que padece esa enfermedad. El experimento inicial fracasa, puesto que aunque las células cerebrales del primate se regeneran milagrosamente, también dotan al simio de una agresividad que acaba dando al traste con el laboratorio y con la financiación de la investigación de Rodman. La empresa que lleva a cabo los experimentos sacrifica a todos los chimpancés del centro, pero Rodman consigue salvar a uno de ellos (el hijo de la hembra que provoca el desastre) y se lo lleva a casa para criarlo, descubriendo que ha heredado de su madre una inteligencia inusual provocada por el fármaco.
Ese primate, de nombre Caesar, se desarrolla como un simio extremadamente inteligente, lo que anima a Rodman a experimentar ese fármaco con su propio padre. Sin embargo, un incidente acaba con Caesar en un centro de reclusión de simios, regentado con crueldad por John Landon (Brian Cox) y su hijo Dodge (Tom Felton), acostumbrados a maltratar a los primates. Este hecho marca el inicio del cambio de mentalidad de Caesar, que empieza a dudar si le es posible vivir bajo las reglas humanas.
Es en este momento cuando, en mi opinión, la película empieza a tener valor. En el momento en el que adquiere un tono muy cercano al drama carcelario, donde Caesar es recibido inicialmente con hostilidad por el resto de "prisioneros" primates (no falta la consabida escena de humillación en el patio por parte del líder de los presos), pero donde poco a poco se irá imponiendo su superior inteligencia para hacerse con el dominio de la situación y con la alianza de sus compañeros contra un enemigo común.
Es aquí donde retomo la idea inicial. El origen del planeta de los simios me parece una metáfora de la lucha del oprimido contra el opresor, de la emancipación de la masa maltratada liderada por un paladín carismático. Así, Caesar podría ser un émulo del romano Espartaco, quien lideró a un grupo de esclavos, desharrapados y humillados, hacia la libertad. Si en la película de 1968 eran los simios los opresores y los seres humanos los oprimidos, esta vez se produce la situación contraria. Caesar observa que sus congéneres son tratados con crueldad y utilizados como conejillos de indias para los experimentos humanos (experimentos que, por otro lado, muchas veces se producen con la intención del rédito económico más que por el bien común, lo que la película se encarga de recordar en varias ocasiones). Y aunque ha sido un simio criado por un ser humano como Will Rodman, adquiere esa conciencia de clase que le lleva a identificarse con los de su género, los chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes que forman esa masa de prisioneros al servicio de los hombres. Por eso, una vez consumada su victoria (tras la brillante escena sobre el Golden Gate), Caesar le dice a Rodman (sí, ya es capaz de hablar) que se encuentra en casa, y el propio Rodman asume que el simio al que crió como a un hijo ha aceptado su verdadero destino.
Como he comentado, esta lectura en términos de lucha obrera y liberación contra la opresión me parece lo más destacable de una película que, por otra parte, es bastante previsible y muestra un guión algo endeble (especialmente en su primera parte), y donde algunos personajes (entre los que destaca el de la veterinaria interpretada por Freida Pinto) resultan absolutamente planos y prescindibles. En el apartado positivo, sin embargo, destacaría el buen hacer del equipo de efectos especiales, puesto que todos los simios (muy conseguidos, por cierto) están creados por tecnología CGI de motion capture, a diferencia de las entrañables prótesis y disfraces peludos del film de los sesenta. A este respecto, no queda otra que rendirse una vez más ante la capacidad interpretativa (aunque su rostro no aparezca en ningún momento) de un grande infravalorado como Andy Serkis, que presta su cuerpo, sus gestos y sus expresiones a Caesar, dotándolo de una profundidad que nada tiene que envidiar a su ya mítico Gollum de El señor de los Anillos. Por tanto, la película de Rupert Wyatt puede verse como otro producto más de la explotación de una idea exitosa y como un film de acción y ciencia-ficción sin mayor enjundia, o bien intentar ver en él un trasfondo social y político que simbolice mucho más de lo que aparenta. Todo depende, en definitiva, de las ganas de cambiar el mundo que le queden a cada uno.
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